El mundo asiste a una nueva carrera espacial, ahora entre China y Estados Unidos, que se va acelerar con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca a partir del 20 de enero, donde va a estar acompañado de Elon Musk, cuyo sueño es que «la humanidad sea multiplanetaria». Pero más allá de las pretensiones científicas y tecnológicas, el equilibrio del poder en la tierra se juega en el espacio y las misiones a la Luna para establecer allí una base permanente están en el centro de esta batalla entre los dos gigantes. También la exploración de Marte. A través del programa Artemis, Estados Unidos planea a enviar de nuevo en 2027 astronautas a la Luna. China, por su parte, ha avanzado mucho en los últimos años, logrando hitos como el primer aterrizaje en la cara oculta de la Luna, planea enviar astronautas en 2030 y establecer una estación lunar internacional junto con Rusia. «En efecto, estamos en una carrera», advirtió en abril del año pasado Bill Nelson, administrador de la NASA.
Frente a la histórica hegemonía estadounidense, Pekín ambiciona ahora ser una potencia espacial. Mao lamentó que China no pudiera enviar “ni una patata” al espacio cuando Neil Armstrong se convirtió en el primer hombre en pisar la Luna en 1969 y en 2024 trajo de su cara oculta un puñado de piedras. La carrera espacial china es tan reciente como apresurada. Nació en la década de los 70 pero las convulsiones de la Revolución Cultural y su precaria tecnología impidieron avances relevantes en dos décadas. La apertura económica y su despegue económico la aceleraron. Envió a su primer hombre al espacio en 2003, tres tripulantes dieron el primer paseo fuera de la nave cinco años después y hoy protagoniza algunas de las misiones más audaces y mediáticas.
Una hoja de ruta en tres fases
Pekín desveló meses atrás una hoja de ruta en tres fases que la alzará en 2050 como la principal potencia espacial. Incluye la búsqueda de planetas habitables y vida extraterrestre, la exploración de Marte, Venus y Júpiter, el envío de astronautas a la Luna o la próxima finalización de su estación espacial. Son objetivos muy ambiciosos pero contra el escepticismo juega el puntual cumplimiento de los anteriores. Apenas cuenta con un puñado de contratiempos y nunca tragedias como las explosiones del Challenger o el Columbia.
El plan sienta su compromiso a largo plazo y pretende arrebatarle a mediados de siglo el liderazgo a Estados Unidos. Ding Chibiao, vicepresidente de la Academia China de Ciencias Sociales, lo asumió con modestia excesiva: “La investigación del espacio en nuestro país está, por lo general, aún en su fase inicial. Es una debilidad que debemos corregir para convertirnos en una potencia aeroespacial”. Eso explica el frenesí: este año tiene planeados un centenar de lanzamientos orbitales.
El espacio fue uno de los sectores señalados como prioritarios por el presidente, Xi Jinping, para apuntalar el respeto global y estimular el desarrollo tecnológico. El empuje estatal engrasa el éxito de cualquier empresa en China y más si queda empeñada la palabra presidencial. No faltarán los fondos ni los planes específicos a largo plazo contra la dispersión. La burocracia de las agencias estatales, en cambio, impide la agilidad del sector privado que en Estados Unidos coprotagoniza la carrera espacial.
Las necesidades energéticas, los usos militares, la geopolítica, el prestigio y el afán por conocer el cosmos alimentan la aventura china. Es el cóctel habitual pero siempre suena peor con China. Su legítimo orgullo es frecuentemente etiquetado de nacionalismo cuando este no ha faltado desde aquel germinal duelo de Estados Unidos y la URSS. Entonces y ahora, los gobiernos miden en las estrellas su hegemonía terrestre. Incluso India, un país con muchos deberes pendientes con la pobreza, destina ingentes sumas al asunto. Desde que el primer misil superó la atmósfera se intuyeron los evidentes usos militares de la tecnología espacial pero nunca lo había recordado tanto Washington como ahora.
La estación de Tiangong
La estación espacial china, Tiangong (Palacio Celestial en mandarín) confirma a la venganza como un poderoso estímulo. Pekín inició su proyecto después de que Estados Unidos la vetara en la Estación Espacial Internacional (ISS, por sus siglas inglesas) por su recelo a compartir tecnología sensible. “Nos llamaron ladrones. No podíamos tragarnos la humillación y decidimos construir la nuestra”, explicó un negociador. Los boicoteos estadounidenses son un constante y necesario revulsivo para China. También sus semiconductores, descuidados por su dependencia del exterior, se han desarrollado con brío tras los vetos estadounidenses. Tiangong será habitada de forma permanente a finales de la década. Para entonces será la única en el espacio porque la achacosa ISS habrá sido decomisada. China la pretende global e inclusiva y solo una propuesta de colaboración ha sido descartada: la de Washington. Ese giro dramático y otros logros chinos plantean en la comunidad espacial estadounidense si prohibirle a la NASA que colabore con agencias estatales chinas es un tiro al pie.
Pekín ofrece una alternativa al poder occidental que ha regido el espacio tras el derrumbe soviético. En los últimos años ha multiplicado sus acuerdos con Latinoamérica, Oriente Medio y otros actores del Sur Global, encantados por acceder a una tecnología satelital con numerosos usos civiles. También ha propuesto la cooperación espacial en los BRICS y pactó con Rusia la construcción de una estación en la superficie lunar. Al anuncio chino de que pondría en breve a un hombre en la Luna respondió Washington acordando con Tokio, su principal aliado en la zona, enviar a un japonés al satélite en misiones de la NASA. No son ajenas las adhesiones a las corrientes geopolíticas aunque es apresurado hablar de un telón de acero espacial cuando ambos bandos comparten miembros y carecen de una explícita política de exclusión.
El regolito que trajo la nave Chang’e-6 del lado oscuro de la Luna, acuerdan los expertos, supuso un hito histórico con implicaciones científicas y estratégicas. Acercó al hombre a un lugar que durante siglos ha cautivado a científicos, artistas y poetas con una misión de precisión milimétrica: un delicado descenso de 14 minutos con una sonda que, sin contacto con la Tierra, se sirvió de cámaras y un escáner para evitar accidentes. Subraya las intenciones chinas de contar con una presencia estable en la Luna algún día y allana el camino hacia Marte. Esa es la próxima meta más de medio siglo después de que Estados Unidos plantara su bandera en la Luna. Retrasos, tijeretazos presupuestarios y trabas en el Congreso complican la misión de la NASA. La imagen tendría connotaciones históricas, el simbolismo de una nueva era: una bandera roja en el planeta rojo.
Nada de cuanto acontece en el calendario espacial de Estados Unidos es ajeno a la creación en 2019 de la Fuerza Espacial (USSF, por sus siglas en inglés). Ese año, el presidente Donald Trump afirmó que “la superioridad americana en el espacio es absolutamente vital”, una frase cuyo significado pueden compartir todos los países y organizaciones que participan en algún programa espacial.
Un informe elaborado en 2022 por el Departamento de Defensa de Estados Unidos estima que la militarización del espacio es precisa para afrontar situaciones de “confrontación extrema”. Bajo el epígrafe ‘Por una Unión Europea más fuerte y resistente’, la web oficial de los Veintisiete recoge la siguiente declaración de Josep Borrell: “El espacio se ha convertido en un factor clave no solo para nuestras sociedades y economías europeas, sino también para la seguridad y la defensa”. Y durante un seminario con participación estadounidense, el diplomático español Bernardino León abundó en esa idea: “Las estrategias a corto plazo son insuficientes para mantener la seguridad y la prosperidad en el espacio, que se ha vuelto importante para la vida en la Tierra y sensible a las tendencias a largo plazo, como la militarización y otras actividades competitivas”.
La militarización, un hecho
Los dos grandes proyectos inmediatos de la NASA, el programa Artemis para enviar un equipo de astronautas a la Luna y el programa para que una nave tripulada viaje a Marte en 2033, tienen una triple función científica, económica y militar. No es ninguna novedad, siempre ha sido así desde el lanzamiento por la Unión Soviética de la nave Sputnik (1957) y la subsiguiente carrera espacial. La guerra fría fue el ecosistema ideal para que el resorte principal para el progreso de la tecnología especial fuese la competencia militar entre superpotencias. Cuando entró en vigor en 1967 el tratado de las Naciones Unidas que obliga a los firmantes “a no colocar en órbita alrededor de la Tierra ningún objeto portador de armas nucleares ni de ningún otro tipo de armas dedestrucción masiva, a no emplazar tales armas en los cuerpos celestes y a no colocar tales armas en el espacio ultraterrestre en ninguna otra forma” (artículo IV), la militarización del espacio ya era un hecho.
El presupuesto de Estados Unidos soporta el coste elevadísimo de los programas espaciales porque todos ellos tienen un componente militar, de seguridad global, incluso en el caso de los que tienen fundamentalmente un componente científico o de aplicación civil. Un ejemplo significativo es el desarrollo del sistema GPS, una red de 24 satélites diseñada por el Departamento de Defensa de Estados Unidos con un coste anual de mantenimiento de 400 millones dólares, que incluye la reposición de satélites viejos o dañados. Otro ejemplo es la cuantía del programa Artemis, cuya primera fase tiene un coste estimado de 1.700 millones de dólares, una cifra que puede que se haya triplicado el día que parta una expedición rumbo a la Luna.
El papel de Musk
La competencia de China y Rusia en la carrera espacial ha sido en los últimos diez años un factor dinamizador del sector espacial en Estados Unidos con la irrupción de la iniciativa privada en el turismo espacial y en la producción de vehículos de lanzamiento de diseño propio. SpaceX, la empresa de Elon Musk, es el caso más conocido e influyente. Para algunos analistas, Musk ha cambiado los parámetros de la carrera espacial al estar en condiciones de fijar objetivos propios y alquilar sus cohetes Falcon 9 a programas públicos –España lanzará con uno de estos ingenios, el próximo 28 de enero, el SpainSat NG, su primer satélite militar–, creando con ello un vínculo de dependencia. La especialista en economía espacial Simonetta Di Pippo subraya el crecimiento de los flujos de capital privado hacia la tecnología espacial; diferentes estudios concluyen que Estados Unidos ha reforzado su primacía mundial en la economía espacial gracias a experiencias como la de SpaceX.
Más allá de las cifras, la gran pregunta sin respuesta es saber cuántos de los 3.000 satélites que orbitan la Tierra cumplen una función solo civil o científica, cuántos caben en el capítulo de las tecnologías de doble uso y cuántos tienen una aplicación estrictamente militar. No hay, claro, cifras oficiales, pero una estimación verosímil es que al menos la mitad de los lanzados por Estados Unidos durante los últimos 40 años cumplen una función solo militar.
Parece que la inviabilidad de la Iniciativa de Defensa Estratégica, promovida por el presidente Donald Reagan en 1983, llevó a los analistas del Pentágono a desarrollar un paraguas de seguridad espacial menos sofisticado, pero bastante más eficaz en términos militares. Y tal diseño sigue vigente.
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