“Tuve ocasión de conocer a seres disparatados y felices, quienes de crear mundos y habitarlo”. Eso escribió Alfredo Conde hace quince años en uno de sus artículos en “El Correo Gallego”. Él que tantas geografías navegó, que tantos caminos cursó, que tantas localidades significo con sus obras y en sus escritos. Él que tantos personajes alumbró, con sus locuras y sus goces. Y todo para deleite del creador y de sus lectores, para trasladar a las nuevas generaciones lo que significa vivir para contar, narrar para hacer más placenteros los días.
Alfredo Conde cumplió este 5 de enero, en que escribo, sus primeros 80 años. Lo hace con la discreción de quien se refugia en la creación y en la familia amada, al calor de la Casa da Pedra Aguda, en el Brión residencial, almorzando en la Taberna Casa Abelleira un cocido de tradición y buen caldo, muy cunquiriano, en la víspera de unos Reyes lluviosos, elegantemente republicanos y agnósticos creyentes, que esperemos lleguen con albricias.
El alaricano escribió que “ser es robarle vida a la muerte.” Y por ser, él ha sido casi todo: Premio Nadal, Premio Nacional de Literatura, Premio Nacional de la Crítica; Premio Grinzane Cavour, Julio Camba o Fernández Latorre de periodismo; Premio de la Crítica de Galicia, Blanco Amor o Chiton de Novela, o Guimaraes de Cuentos. Y dos veces, que yo sepa, ha sido finalista del Premio Nobel de Literatura. También ha sido conselleiro de Cultura. Salvo la Sueca, no saben las Academias, reales, españolas o gallegas, lo que se pierden, y lo bien que harían en honrarse con la presencia de un intelectual trascendente, que sigue siendo un ser de luz y experiencia, culto y amable, capaz de alumbrar mundos como el que contendrá en su próxima novela.
Compartimos buenos amigos, algunos ya desaparecidos, como Carlos Casares, Enrique Suárez Noche del restaurante “Alameda”, Manuel Fraga, Carmen Balcells o Nélida Piñón. Para nuestra fortuna seguimos disfrutando de otros como Amancio López Seijas, Luis G. Tosar, Lois Caeiro, Ramón Baltar, Javier Ron o Xosé Antonio López Silva, o nuestro librero de cabecera, Óscar Porral, de la Librería Bandini de Bertamiráns, en esa tertulia interminable de encuentros en que se ha convertido o Val da Mahía, en Terras de Santiago, en las que las pequeñas cosas encuentran la plenitud de una vida con sentido, al ritmo lento de las estaciones y en la imprevisibilidad de los aconteceres. Se producirán sorpresas, ya las conocerán.
Alfredo nos deleita con su sabiduría, con su prodigiosa memoria, con la evocación de sus vivencias y lecturas, y la narración de anécdotas como la del burro y la viruta verde, de Camilo José Cela o Gonzalo Torrente Ballester. La más celebrada es siempre la del Cañón Silencioso. La evoco en sus palabras: “Se lo oí contar al finado Casares y creo haberlo contado ya un par de veces. Pero lo voy a repetir. Había un militar retirado que, en la tertulia del orensano Café Miño, desaparecido hace ya muchos años, viniera o no a cuento, relataba un episodio bélico en el que él había tomado parte. El resto de los tertulianos estaban hartos de tantas batallitas y, un día, se conchabaron para no introducir en sus intervenciones ninguna palabra que pudiera propiciar la correspondiente miles gloriosus. Así lo hicieron. Cuando ya se aproximaba la media hora de tertulia sin que le hubiera sido posible meter baza, el viejo militar, alzó a mano en señal de alto, hizo un pequeño ruido con los labios, shsssssss!, que cruzó el ámbito entero del café, restallando como un latigazo, con lo que consiguió un silencio solemne y expectante; en ese momento, alzó su voz y preguntó: ¿No acaban de oír ustedes un cañonazo? La gente de la tertulia, aún sorprendida, respondió que no. Entonces él volvió a tomar la palabra y dijo: Pues?., a propósito de cañon…. y contó de nuevo otra de vaqueros, de aquellas suyas que nunca venían a cuento”.
Es posible que Alfredo Conde siempre venga a cuento, incluso que sea un ser “disparatado y feliz”, que crea mundos y los habita. En 80 años ha tenido tiempo de perpetrar muchos aciertos. Es un gran amigo y un maestro, un gallego de pro.