Nadie escribe cartas como la gran Lupe Gómez, que ha convertido el género epistolar en una forma literaria fuera de época. Me refiero a esas cartas de pan tierno y estrellas, que son de hoy, o de ayer, o de mañana. Luego, las escritas por autores a otros autores, siguen siendo material literario, a veces deliciosamente escandaloso. ¿Cómo no recordar aquí a Fitzgerald o a James Joyce? ¡Ah, esas cartas impúdicas que sólo prefiguraban el cuerpo de una literatura asombrosa, tan provocadora o más que los mensajes y billetes íntimos! Pero ahora son una rareza. Me pregunto qué sucederá con las futuras colecciones epistolares, donde se pretende desnudar un poco el alma del artista. ¿Deberemos acudir a las fotografías de Facebook para construir su lado más personal? No, eso ya está concebido para el uso público… Es hurgar en la correspondencia lo que nos atrae, leer lo que no nos escribieron.
Pero todavía conozco escritores y periodistas muy adictos a lo epistolar: encuentran en ello la sustancia de las amistades que un día tuvieron. Le ocurre, por no ir muy lejos, a Paco López-Barxas, que sigue en ese empeño. ¿Cómo no recordar en este punto aquella gavilla de misivas con Artur Cruzeiro Seixas, el gran poeta y pintor surrealista, publicadas por Medulia? Aún nos llegan cartas en forma de libro, sí. Y las de Lupe Gómez, al buzón.
Pensé en todo esto porque es Día de Reyes, seas monárquico o republicano, y observo que aún se mantiene ahí el uso de la carta (manuscrita, espero) y los buzones reales. El Royal Mail siempre tuvo muy clara esa realeza, pero sé que esto es otra cosa. De niño, antes del mundo digital, escribíamos sin cesar. Mi madre me enseñó a escribir antes de ir a la escuela, a los seis años (no había guarderías, salvo, como siempre, esos abuelos que yo no conocí). Y la carta a los Reyes era un ritual ortográfico y caligráfico que bien merecía la pena, aunque, qué diablos, aquel desiderátum se deshacía a la mañana siguiente, con la levedad de la nieve. No escribíamos para recibir regalos, sino, sobre todo, para que se nos tuviera en cuenta en la soledad rural. Éramos tan insignificantes, en la España de la gran oscuridad, que nos servía con no pasar desapercibidos por una vez. Escribíamos cartas como un rito, no tanto como una esperanza. Y, sin embargo, recuerdo bien cómo latía el corazón al amanecer.
Hoy ya nadie escribe cartas, salvo los bancos (si no te has pasado a la banca digital, donde todo flota), y están esas otras cartas que nos envía el presidente del Gobierno. La carta tenía el poder del objeto físico, que le otorgaba más verosimilitud. Como las humildes postales con brillos en relieve, reventando de inocencia: de pronto sentías que eras importante para alguien. Había que hacer el esfuerzo de ir a la oficina postal, escoger el motivo, poner unas letras. Ay. Imagino que nunca me trajeron todas las cosas que pedí, aunque sí algunas, como el tractor azul que rescaté de entre la nieve acumulada en el balcón. Siempre lo menciono, porque nunca se ha borrado de mi memoria.
No soy de los que aprovechan la fecha para escribir cartas al mundo, a los dioses, a los gobernantes todopoderosos, porque lo que se me ocurre no es pedir (¡sólo pedimos lo nuestro, nada de dádivas!). Se dice: esta es la noche de los niños. Recuerdo, sí, el irrepetible campanilleo del corazón. Pero ¿no podríamos escribir los adultos esa carta definitiva en la que se exija ya todo aquello que queremos que el año nuevo no nos traiga, por favor, por favor? La carta del no. Esto no. Ni aquello. Ni lo de más allá. En fin, ya sabéis.