Voy al psicólogo desde que tengo uso de razón. A los doce años, me senté delante de un terapeuta para contarle lo que no acababa de procesar bien. Yo los llamaba malos pensamientos. Me atormentaban y avergonzaban a partes iguales. El psicólogo me ayudó a comprender, y sobre todo ayudó a que mi madre comprendiera, que lo mejor que podía hacer era potenciar la laicidad en mi educación. Y me liberé e integré mis malos pensamientos, como imaginar cómo sería mi primera vez o lo que supondría sentir el cuerpo desnudo del chico que tanto me gustaba, en mis procesos mentales más naturales. ¡Ay, alma de cántaro!
La segunda vez que me senté en la butaca de un gabinete fue en plena adolescencia. Me armé de valor y, nada más aposentarme, dije algo así como: «Creo que no tengo una relación fluida con mi padre». Diez sesiones más tarde, el profesional me miró a los ojos y, como si hubiera descubierto la solución a todos los males del mundo, sentenció que era necesario iniciar un trabajo para curar las heridas paternofiliales. Entendí que no había practicado la escucha activa y no volví más. Quien más me ayudó, en este sentido, fue un psiquiatra argentino (no se me ocurre un arquetipo mejor) quien, ante la duda sobre los conflictos con mi progenitor, me respondió: «¡Por supuesto! A todo el mundo le cagaron los padres. Vos no sos especial». Ya sabemos lo que el refranero dice sobre el mal de todos. Y aquello me consoló.
Hice psicoanálisis y salí de todas las sesiones creyendo que la raíz de mis problemas era que no me habían querido de pequeña. Mi madre se daba cuenta de que había hecho terapia porque me pasaba más de doce horas resentida y sin hablar con ella. Dado que soy hija altamente dependiente de la voz y presencia de mi madre, mi silencio era todo un hito. Bastante estúpido, por cierto. Al poco tiempo abandoné la sanación a base de abrir heridas del pasado y recalé en mi adoradísimo Jaume, que ha tratado de darme el alta alguna que otra vez, pero que siempre se ha topado con la amenaza de acabar convirtiéndome en la baronesa Thyssen atada al tronco de un árbol del Paseo del Prado, pero en versión pata de la mesa de su despacho.
La capacidad para percibir y escuchar las sensaciones internas se llama interocepción y es el sentido de moda. Si no somos capaces de comprendernos por nuestros propios medios, pidamos ayuda. Saldremos ganando y nuestro entorno, también. He descubierto que hay cosas muy sencillas que me producen bienestar. Son tan prosaicas que hasta da vergüenza admitirlas. Comprar una libreta es una de ellas. Cortarme el pelo es otra. Abrir mi ropero, ver que sólo tengo lo esencial y que no acumulo por acumular, también. Dar las gracias. Oler bien yo y oler a gente que huele bien. Acabar y empezar un libro. Pintarme los labios de rojo. Tener en cuenta a los demás. Estirarme. Mirar a los ojos. «¿Te parece que soy demasiado conformista?», le pregunté en mi última sesión. «Llevas treinta años buscando tu zona de confort y ahora, que por fin te acercas a ella, ¿quieres volver a salir?», me respondió. Tiene razón. Para este 2025, mucho confort.
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