Voy al psicólogo desde que tengo uso de razón. A los doce años, me senté delante de un terapeuta para contarle lo que no acababa de procesar bien. Yo los llamaba malos pensamientos. Me atormentaban y avergonzaban a partes iguales. El psicólogo me ayudó a comprender, y sobre todo ayudó a que mi madre comprendiera, que lo mejor que podía hacer era potenciar la laicidad en mi educación. Y me liberé e integré mis malos pensamientos, como imaginar cómo sería mi primera vez o lo que supondría sentir el cuerpo desnudo del chico que tanto me gustaba, en mis procesos mentales más naturales. ¡Ay, alma de cántaro!

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