El Consejo de Ministros aprobó el pasado 17 de septiembre el llamado Plan de Acción por la Democracia, antes conocido como plan de regeneración, que Pedro Sánchez llevaba anunciando desde sus cinco días de reflexión. De aquel parón en abril y de la negociación con Sumar en verano salieron 31 medidas que se irán aplicando a lo largo de la legislatura.
Hasta el momento se han aprobado únicamente cuatro, dos de ellas en diciembre, pero el auténtico meollo lo veremos este año. Especialmente, todo lo tocante a los medios de comunicación a los que el presidente considera críticos, a menudo enarbolando la tesis de que son «pseudomedios» o heraldos de la «desinformación».
El plan del Gobierno parte de un error de origen, ya que el titular del derecho a la información no son los medios de comunicación o los periodistas, sino los ciudadanos. Al menos así seguirá siendo, hasta que algún partido logre reunir la mayoría necesaria para cambiar el artículo 20 de la Constitución. La prensa, en todo caso, es sólo un intermediario de ese derecho, el más profesional, pero no el único.
Por tanto, si se refiere a los medios que han publicado informaciones que le incomodan sobre las actividades empresariales de su esposa, la imputación del fiscal general o el caso de corrupción que revolotea alrededor de su exministro de Transportes, entonces todos los medios —salvo los más dócilmente gubernamentales— tendrán que guardarse las espaldas.
Uno de los deberes que el Gobierno se ha puesto en 2025 es crear un registro de medios de comunicación en el que se disponga de información pública sobre su propiedad, accionariado e inversión publicitaria. Otro, darle a la CNMC poderes para tutelarlos y definir qué es un medio. Por último, intervenir en los medidores de audiencia, que son el principal baremo que utilizan los anunciantes y las Administraciones públicas para insertar publicidad.
Dicho de otro modo, el Gobierno se arrogará la capacidad para establecer líneas divisorias entre los medios respetables y los que el presidente Sánchez llama «pseudomedios» o «máquina del fango», identificando a estos últimos curiosamente con aquellos que publican noticias o comentarios que le incomodan.
Para elaborar su plan, el Gobierno ha planteado varios mecanismos, entre ellos controlar parte de la financiación de los medios por medio de los nuevos criterios de medición de audiencias.
Pero vincular la asignación de la publicidad institucional a criterios diferentes a la audiencia real abriría una puerta muy peligrosa a la discrecionalidad, el clientelismo, la coacción y la censura. Precisamente, lo que el Gobierno dice querer evitar.
No es casualidad que cada vez que se conocen datos de medios en los que la inversión institucional supera a la que correspondería por su número de lectores se trate siempre de órganos descaradamente gubernamentales. El Gobierno ha evitado hasta ahora detallar qué cambios va a introducir en los sistemas de medición, bajo el argumento de que las medidas deben de ser «genéricas», para poder negociarlas con sus socios en el Congreso.
La polémica es si en esas inconcreciones entran medidas que puedan afectar a la libertad de expresión o a la actividad de los medios de comunicación privados. También presenta varias contradicciones.
Por ejemplo, el Gobierno no incluye ningún reglamento sobre los medios públicos de comunicación, pese a que la directiva europea que invocan como su inspiración sí las exige para blindar su independencia.
Por el contrario, pocas horas después de la tragedia de la DANA en Valencia, el llamado «bloque de investidura» modificó en el Congreso el sistema de elección del consejo de administración de RTVE, para colocar a consejeros con una evidente vinculación política.
Entre ellos, Esther de la Mata (hasta ahora jefa de prensa del ministro Félix Bolaños), la cantautora Rosa León Conde (que fue concejal del PSOE en el Ayuntamiento de Madrid en la etapa de Zapatero), Angélica Rubio (que fue jefa de prensa del PSOE, también en la etapa de Zapatero) y Mercedes de Pablos Candón (que ha sido concejal del PSOE en el Ayuntamiento de Sevilla).
Del mismo modo, el plan de Sánchez impone limitaciones a las empresas encuestadoras en tiempo electoral, pero no habla del CIS tan largamente criticado por su falta de atino en los baremos electorales.
Tampoco concreta ninguna medida de incompatibilidades de altos cargos, pese a que sí incluye a las comunidades autónomas en las propuestas de dación de cuentas y de publicidad institucional, unos criterios mucho más rígidos que los que se aplican al propio Gobierno central. También promete un criterio futuro para determinar los bulos y eliminar las subvenciones a quien los publique.
No obstante, el Gobierno no explica qué ocurre si desde una web no registrada como medio de comunicación se difunden bulos o qué perjuicios tendrá esa página respecto a las que sí sean consideradas medios. Lo último que sabemos sobre este tema es que afectará también a los usuarios de redes sociales, pero sin obligar a las plataformas a ejecutarlo.
En varias ocasiones, Sánchez y sus ministros han asegurado que esta legislatura será el que termine de una vez por todas con la «impunidad» de los pseudomedios. Lo cual tendría sentido si no fuera el propio Gobierno el que delimitará lo que considera un medio de comunicación y lo que no, o los derechos y obligaciones que tendrá cada uno.
Si se amplía el tipo de castigos penales para la protección del honor, habrá menos posibilidades de que se investiguen las conexiones personales en una trama de corrupción en la que estén implicados ministros o familiares de altos cargos.
Si se amplía descontroladamente el derecho de rectificación no sólo a todo tipo de hechos, sino también a las anexas opiniones, de forma que cada artículo lleve aparejado su contrario, se estará dirigiendo el contenido de los medios privados. El Gobierno no puede obligar a nadie a publicar una rectificación, sólo puede hacerlo la Justicia.
Si se regula de forma restrictiva el derecho al secreto profesional (amparado por la Constitución), tendremos menos información confidencial porque habrá menos fuentes dispuestas a ofrecer a los medios datos reveladores, si no se garantiza su anonimato. Por tanto, habrá menos información relevante para los ciudadanos.
Si se aumenta la discrecionalidad del Gobierno central para dar dinero público a la prensa dócil y amiga, habrá menos medios independientes, y con menos recursos.
La clave del plan, en su parte relativa a los medios, la dio el ministro Ernest Urtasun cuando anunció la puesta en marcha de una «política mediática» por parte del Gobierno. Y todo con la coartada de proteger a los periodistas.
En democracia, se trata de proteger la independencia de la prensa para que pueda mostrarse crítica con el poder, no de que el poder sea quien vigile y controle a la prensa.