David Broncano obtendría hoy un mejor resultado electoral que Pedro Sánchez. Se omitirán por compasión las perspectivas frente a Núñez Feijóo del gamberro televisivo, que podría descolgarse por el tejado de La Moncloa tal como innovó en la Puerta del Sol. Por si se necesita un dato de refuerzo, el humorista superó en dos millones de espectadores a Felipe VI, pese a la dura competencia. La pequeña pantalla perdió en los años ochenta su rol sagrado de pegamento social, pero se ha recuperado la obligación de conocer el contenido de La revuelta de ayer. En la trascendental Nochevieja, que ha arrinconado en fervor religioso a la Nochebuena, el VAR de las audiencias ha superado en audiencia a las uvas en sí mismas, pese a que el vencedor estaba cantado.
Broncano ha logrado que no decir nada se convierta en el colmo de la provocación. Ayuda tener enfrente a la pretenciosa Cristina Pedroche, reconvertida en la Kamala desnuda con el tono imperativo de Joan Baez. La impasible Lalachus, ennoblecida ahora por una querella de Hazte Oír, anuló a la restauradora en cuerpo y alma. La cómica haría una excelente vicepresidenta del Gobierno. En cuanto a la carrera política de Broncano, parece otra locura hasta que se recuerda que Zelenski ganó la versión ucraniana de Mira quién baila con un apretado tango, por no remitirse al Donald Trump también encumbrado por la televisión basura.
A Sánchez le ha surgido un rival inesperado, un político a quien el país escucha. Como mínimo, grabar La revuelta en la Moncloa mejoraría las menguadas expectativas socialistas. Por supuesto, el cohete Broncano tiene fecha de caducidad por combustión, al igual que todos los monstruos televisivos. El primera día que cite a Unicef con labios temblorosos como hizo Pedroche, que a duras penas lograba descifrar el texto que leía, el hechizo se desvanecerá. Y el desliz ocurrirá. Desde Lenny Bruce hasta José María García, todos los humoristas sucumben a la tentación de reconvertirse en predicadores.
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