Arya dice que ha vivido oculta tras una máscara, últimamente en el sentido literal. Llega al encuentro con una mascarilla quirúrgica negra que utiliza para refugiarse de las miradas fisgonas –»parezco famosa, me mira todo el mundo»– y solo en confianza deja ver su cara. Es de alegría, porque acaba de ser nombrada coordinadora del grupo trans en Lambda. Y de cansancio tras su enésima jornada maratoniana al volante de un Cabify. Lo cuenta con el timbre agudo trabajado en el logopeda para ocasiones como esta, una larga conversación sin líneas rojas. «Solo hay dos cosas que una dama no puede permitirse: llegar a la hora y decir su edad», bromea.
Nacida en el seno de una familia conservadora de posguerra, Arya pasó su infancia en una aldea asturiana con trabajadores de Ferrocarriles Españoles de Vía Estrecha (FEVE). «Entonces ya era muy delicada», rememora, «pero en aquel mundo de Heidi nadie me hizo notar mi feminidad». Fue en 1975 con el traslado de su padre a Valencia y el inicio de la transición española cuando la pusieron ante un espejo contra su voluntad. Los vientos de libertad no soplaban para todos. «Empezaron a llamarme marica y me molestaba porque yo no soy marica, soy lesbiana. Nunca me atrajeron los hombres».
La respuesta fue enmascararse, esconder su identidad y copiar patrones masculinos: «No sabía ser chico así que les imitaba». Encontró oxígeno en las subculturas llegadas del Reino Unido a principios y mediados de los ochenta. El New Romantic de Durán Durán le permitió salir de fiesta con toreritas y camisas con chorreras cosidas por su madre, y la moda siniestra de grupos como The Cure la llevaron a maquillarse de negro y peinarse cardados de un palmo. Se movía bien en la noche. El jefe de sala de Woody, la discoteca del momento, le presentó a su primera mujer.
Duró 15 años y tuvieron dos niñas, pero el matrimonio acabó como el rosario de la aurora. «Ella quería convertirme en la persona que no era. Me pedía que no gesticulara tanto y que le cogiera la mano como un hombre». Arya tenía entonces un despacho en la avenida del Oeste donde trabajaba como delineante. Cuando llegaba a su pequeño espacio de intimidad se vestía de mujer, se maquillaba y se pintaba las uñas. Antes de volver a casa recuperaba el uniforme de varón. «En 2005 llegué a hormonarme tres meses con pastillas anticonceptivas, pero me dio miedo», reconoce sobre un impulso que apagó por pura inercia. «Decidí que necesitaba algo normativo. No tenía la energía ni los recursos para defenderme del rechazo».
Con 44 años se divorció de su primera esposa y a los pocos meses encarriló su segundo matrimonio, que tampoco cuajó. En el interín empezó a trabajar con una arquitecta rusa que la introdujo en una asociación de rusoparlantes en Valencia, a través de la cual conoció a una chica de San Petersburgo. La mujer se vino por amor, o eso le dijo. «A los cinco años quiso dejarlo. Había obtenido la residencia y lo tuvo claro; yo me sentí fatal por haber estado tan cegada».
El siguiente paso ya lo dio para sacar medio cuerpo del armario. En la primavera de 2021 empezó a aplicarse gel de estrógenos. Tenía 55 años. «Después de tanto tiempo de censura dije: soy lo que soy y me importa una mierda lo que piensen de mí». La visita al médico de cabecera dio comienzo a una travesía de año y medio con paradas en el centro de Salud sexual, la Unidad de Referencia de Identidad de Género y la consulta del endocrino. Cuando llegó al último destino confesó que llevaba tiempo hormonándose por su cuenta.
Entretanto, en otoño del 2021 empezó a trabajar en Cabify. En la entrevista omitió que estaba transicionando. «Aún tenía rasgos y actitud de hombre. Necesitaba el sueldo». Pero en enero hubo un cambio de gerencia en la empresa y aprovechó para hablar sobre su identidad y pedir que le dejaran modificar en la plataforma el nombre asignado por el elegido, Arya, sacado del sánscrito y sin el apellido Stark. Recurrió a la leyes de València y Madrid de no discriminación, que contemplan dicho cambio. La compañía accedió.
Desde entonces acumula anécdotas casi en cada trayecto. «La sociedad está muy estandarizada y cuando algo no encaja produce disonancias. Las personas trans no entramos en el molde. La gente reacciona a favor o en contra; se posiciona. Recuerdo a una señora mayor que me dijo que como yo era una mujer trans no podían gustarme otras mujeres. ¿Para qué te has hecho chica entonces?, preguntó. También recuerdo a treintañeras que han subido al coche y me han dicho que al no tener vagina no puedo ser mujer y punto. O al tipo al que le hablé de mí, llamó a sus colegas en destino y les dijo, no os vayáis, que una trans me está contando cosas. Estaba obsesionado con saber si tengo pene o vagina».
Es el morbo históricamente asociado al colectivo y explotado en tiempos del Mississippi con Cristina Ortiz ‘La Veneno’. La sexualización no ha cesado. Algunos hombres le dicen sin mediar más palabras: «Guapa, dame tu teléfono». La atosigan con proposiciones indecentes. O le hacen un gesto con la lengua simulando una felación, porque siempre se puede ser más chabacano. Pero también atesora en su oficio experiencias que equilibran la balanza: «Algunas personas me dicen que soy muy valiente o se bajan del coche y me dan un abrazo. Normalmente son chavales jóvenes conectados con la comunidad LGTBIQ+. Al resto ni le preocupa ni le interesa».
Algo de interés hay cuando salen y se aclaman libros dedicados a un colectivo que bascula entre el realismo mágico y la brutalidad –La mala costumbre, Las Malas–. Aunque el odio tiene su eco, existen referentes, información y recursos públicos que permiten enfrentarse con más defensa a la trituradora de autoestima. Arya se exhibe sin la máscara para visibilizar otras realidades, otros cuerpos. Le hubiese gustado desarrollarse antes como mujer, es consciente de que ni siquiera encaja en la proyección pública de la transexualidad, pero está encantada con su decisión: «Si empiezas a hormonarte de joven muchos rasgos masculinos no terminan de establecerse y tu aspecto es más acorde a la normatividad. Yo podría acudir a la cirugía para feminizarme y acercarme a ese estándar. Pero no me da la gana. Por fin puedo dejar de fingir ser quien no soy».