Pekín parece una desatinada sucesión de barrios centenarios, espaciosas avenidas y nuevas zonas residenciales que abona a la sorpresa: no sabes qué encontrarás al doblar la esquina o un centenar de metros más allá. El caos desaparece desde el aire. Ahí emergen la escuadra y el cartabón, un orden configurado por un centro histórico del que parten los anillos concéntricos como si hubieran lanzado una piedra al estanque. Basta con mencionar el anillo y el punto cardinal para orientarse en una ciudad de 22 millones de habitantes. Cuarto anillo norte, por ejemplo, es la nueva zona olímpica.
Tres momentos han moldeado a Pekín. La Ciudad Prohibida, residencia imperial, ejerció de núcleo durante siglos, pintada de rojo y amarillo para subrayar el contraste con las grises viviendas plebeyas arremolinadas en su perímetro. Lo que hace de Pekín un caso único en el mundo es que resistan aún un buen número de esos céntricos hutongs, formados por calles estrechas y casas bajas, habitados aún por las clases menesterosas. En 1949, cuando nació la República, un grupo de expertos rusos llegó a Pekín para asesorar sobre su desarrollo. Lo acabaron diseñando por completo y la ciudad abrazó el grandilocuente urbanismo soviético de imponentes avenidas y explanadas de cemento tan espantosas como la Plaza de Tiananmén. El urbanismo se adecuó a la pulsión controladora con la creación de danweis o unidades de trabajo, células autosuficientes que otorgaban empleo, vivienda y educación a sus habitantes.
Los Juegos Olímpicos de 2009 le brindaron el pretexto para impulsarse a la modernidad. En aquellos días cometió la piqueta crímenes contra los hutongs pero también se levantaron carreteras de circunvalación y creció la red del metro. «Cambió la imagen y las infraestructuras como ocurrió en Barcelona. Pero las escalas son distintas. Pekín se ha desarrollado como una ciudad imperial y ahora es la capital del país mientras Barcelona es una capital provincial. Además, esta no tiene por dónde crecer mientras que aquella dispone de una planicie», señala Isaac Landeros, arquitecto mexicano y residente en Barcelona tras una década en Pekín. «Badalona o L’Hospitalet tienen una relación íntima con Barcelona pero conservan su independencia, mientras los distritos que absorbe Pekín carecen de autonomía», añade.
Ningún país ha experimentado un proceso de urbanización tan veloz como China. Su milenaria fisonomía rural fue dinamitada en cuatro décadas y el tránsito de los arrozales al cemento planteó retos superlativos. Pekín es el gran pueblo, como lo es Madrid en España, donde se juntan chinos de todo el país. Ha evitado los cuadros de pobreza dolorosa habituales de países en desarrollo como los ‘slums‘ y favelas pero persisten problemas estructurales. Un estudio oficial de 2013 alertaba de que los pequineses disponían de una media de 119 metros cúbicos de agua cuando la ONU desaconseja menos de un millar y describió la densidad de 1.300 personas por kilómetro cuadrado de insostenible.
Esponjar el centro
La orden es esponjar el centro. Pekín va integrando a los pueblos y distritos colindantes y facilita su crecimiento. Daxing, en el sur, es un ejemplo: a hora y media del centro ha levantado Pekín su nuevo aeropuerto internacional, una tortura para la ciudadanía, con el fin de desarrollar el área. Tongzhou, en el este, es otro. Era una ciudad despreciada por ruidosa y campesina hasta que Pekín desplazó ahí al grueso del mastodóntico cuerpo burocrático, casi un millón de personas. El traslado rompió la tradición imperial que grapaba el poder a los aledaños de la Ciudad Prohibida y que conservó Mao para subrayar su conquista. Hoy muchos profesionales liberales optan por Tongzhou sobre el frenesí pequinés.
No escasearon años atrás los proyectos urbanísticos en China fracasados por la falta de servicios e infraestructuras. Siempre fue previsora Pekín, que inauguró paradas de metro entre cosechas cuando aún faltaban años para que brotaran calles y edificios. Un proceso descentralizador con 14 ciudades satélites ya fue planeado en 1993 pero China carecía entonces de un transporte público robusto. Ahora, en cambio, su red de alta velocidad ya permite su gran sueño: una conurbación que englobará a Pekín, la ciudad portuaria de Tianjin y la provincia de Hebei. Se la conoce como Jingjinji, medirá casi la mitad de España y contará con 120 millones de habitantes. Nace de la certeza de que una ciudad de 22 millones de habitantes es una tortura de tráfico, contaminación y burbujas inmobiliarias. Las megarregiones o «clusters» buscan la unión económica, política y laboral de ciudades cercanas para fomentar las sinergias, eliminar la competitividad y latir al unísono. Son una solución al desarrollismo desbocado porque conservan los beneficios de la cercanía de servicios pero mitigan los perjuicios de la congestión. China no es su inventora pero sí la que las ha llevado más lejos en dimensiones e inversión. «Los clusters presentan muchas ventajas pero también retos. El de las infraestructuras del transporte es solventable en China pero persistirán las diferentes realidades socioeconómicas. Las rentas per cápita en Pekín y Tianjin son mucho más altas que en Hebei», añade Landeros.
La pandemia pausó un proceso que, como tantos asuntos en China, avanza por el método de prueba y error. La iniciativa lleva el impulso del presidente, Xi Jinping, así que su éxito se da por descontado. No les sobra belleza a los suburbios pequineses pero tampoco les falta orden. «Ninguna ciudad ha expandido tanto el metro como Pekín. Persiste el reto del automóvil privado, como en tantas otras, pero Pekín funciona muy bien si tenemos en cuenta su tamaño y población. Pocas ciudades han conseguido tanto en tan poco tiempo», finaliza Landeros.
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