La Navidad conlleva una serie de ritos y costumbres que, en mayor o menor medida, perpetuamos en el seno familiar, y también con nuestras amistades más cercanas. Éstas incluyen celebraciones religiosas, reuniones de carácter social, ceremonias tradicionales, y encuentros destinados a romper la rutina diaria. Una de esas costumbres en muchos países con monarquías es la retransmisión del discurso de Navidad del rey o la reina. Así, las familias lo escuchan en países como Reino Unido, Bélgica, o España, prestando mayor o menor atención. En el caso británico, la población entendió y aplaudió que Carlos III grabara el discurso en la capilla de un hospital, se acordase de todos los enfermos, y agradeciera la labor de los sanitarios.
En España, somos muchas las familias, monárquicas o no, que, mientras preparamos la cena, o comenzamos a disfrutarla, tenemos como fondo navideño el discurso del rey. Este año Felipe VI puso especial énfasis en recordar las necesidades de las familias afectadas por la DANA en Valencia y en otros lugares de nuestra geografía, y ya ha trascendido que los aludidos lo agradecieron. También habló de la dificultad que tienen muchas personas para acceder a una vivienda; no se olvidó de la complejidad del fenómeno migratorio; y, entre otros temas, pidió serenidad a nuestros políticos; esto es: rebajar el nivel de crispación y enfrentamiento. No había que estar muy atentos para captar y entender los puntos centrales de un mensaje que, ciertamente, se centró en los más desfavorecidos, y que no pecó ni de idílico ni de deprimente.
Sin embargo, en la jornada siguiente, en pleno día de Navidad, los partidos políticos hicieron pública su valoración del discurso. Y parece una tradición que mientras unos lo aplauden cada año con mayor o menor efusividad, otros se limitan a rechazarlo. Todos tienen, faltaría más, derecho a apreciar o criticar tanto la institución que representa, como las palabras del rey. Lo que nos parece más cuestionable es la facilidad y frivolidad con las que algunos políticos tergiversan el mensaje y las palabras del monarca. En primer lugar, porque supone un insulto a la inteligencia de los ciudadanos, independientemente del afecto que sientan por la Corona. Considerar que su discurso ilustró las ideas de la extrema derecha, semeja una hipérbole desproporcionada; al igual que afirmar que está deslegitimado por, supuestamente, haber aplaudido las “palizas recibidas por los votantes en 2017”, en referencia al referéndum catalán.
Esas afirmaciones tan gruesas y falsas por parte de quienes deberían representar a ciudadanos tanto monárquicos como republicanos semejan un desprecio y una ofensa a nuestra capacidad de discernimiento; por no decir que no contribuyen al decoro o al tono que se esperaría de ellos en fechas tan señaladas. En segundo lugar, y también como es tradición, otras políticas se limitaron a rebuscar qué temas no había mencionado el rey, de forma que si en referencia a discursos anteriores criticaban que no hablara de los más desfavorecidos o de la inmigración, este año hurgaron en el baúl del populismo para localizar otras cuestiones que podría haber tratado; como si en apenas unos minutos televisivos se pudieran incluir todas las causas que demandan atención, y que nuestros políticos no son capaces de abarcar ni siquiera con su ineficaz gestión. Imaginamos que el aplauso o el rechazo al discurso del monarca ya forma parte del rito navideño; pero ciertos políticos podrían dar una tregua a la agresividad e incluso a la falsedad que caracteriza a muchos de ellos y ellas, al menos, el día de Navidad.