Corría el año 2013 cuando el conde de Godó decidió la destitución de José Antich como director de La Vanguardia. Don Javier, grande de España, había recibido una soberana bronca, por parte de Juan Carlos I, por haber aproximado esta cabecera al terreno de los independentistas, que en aquel momento avivaban el procés para intentar desviar la atención sobre el desastre económico catalán. Los cronistas de la época avisaron sobre el repentino viraje de Godó y destacaron que su sustituto, Màrius Carol, mantenía unas buenas relaciones con Zarzuela.
Hubo quien pudo preguntarse si el conde no leyó su periódico hasta el día del ‘rapapolvo real’ y a lo mejor era verdad. Podría pensarse que ignoraba lo que sucedía en su casa y que la publicidad institucional que repartió Artur Mas durante los años más duros de la crisis económica no había influido en absoluto en la decisión de situar a La Vanguardia en una zona que nunca había pisado, en la que nunca llegó a pedir la separación de Cataluña del resto de España, pero sí a airear e incluso a apoyar el catecismo independentista.
Pensarán algunos que tampoco fue relevante el hecho de que la Generalitat comenzara, en esos años, a repartir subvenciones a gogó por la edición de contenidos en catalán, lo cual requirió una ampliación de la planta de impresión de Godó en la que también arrimó el hombro el Govern con 5,5 millones de euros de subvención.
Todo lleva a pensar que esas inyecciones de dinero público influyeron en que el principal periódico de Cataluña se moviera en esa dirección, con Antich -hoy al frente del periódico más cercano a Junts- a la cabeza y los Rahola, Monzó de corifeos. Pero ya digo, son hipótesis.
Vallín y ‘La Vanguardia’
Pedro Vallín formaba parte de este periódico cuando todo esto sucedió, así que es de suponer que estaba al corriente del peligro que corría al adoptar la línea que ha mantenido en los últimos años, que para sus (muchos) amigos era la de periodista aventajado y analista mordaz de la actualidad española; y, para sus detractores, de enfant terrible que, a los 53, tenía cierta vocación juvenil que le impulsaba a recordar al mundo a cada rato que sigue vivo. A veces, con alguna aportación y, otras, con algún exabrupto excesivo.
Que cada cual opine lo que considere, pero convendría resaltar algo que a muchos se les olvida en estos casos, y es que los periodistas somos individuos de escasísima o nula importancia que se emplean en una empresa durante un tiempo determinado. Llegado un punto, nos despiden, como a cualquier trabajador de otros sectores, y eso no provoca una variación del eje de rotación de la Tierra ni un deterioro de la democracia. La vida sigue. Ya dará otro las noticias si no soy yo.
Otra cosa es que haya determinados editores que acostumbren a engordar monstruos de forma constante -llámese Antich, llámese Rahola o como se quiera- y luego se desentiendan de ellos de repente, como quien deja al perrito en la gasolinera antes de las vacaciones y reniega de su responsabilidad anterior, presente y futura. Eso tiene otro nombre y esa actitud es peor que el artículo más desafortunado de sus cercopes y anfisbenas. Pero ya digo: el despido de un periodista o el cierre de un medio nunca suele deteriorar las democracias o hacer llorar sangre a las vírgenes en Brasil.
El ‘mamá-pupa’
Consta la misma opinión por parte del ahora afectado. Hace unos meses, se vanagloriaba de haber despedido a críticos y a columnistas porque no le gustaba cómo escribían. Un tiempo atrás, se mofó de los lloriqueos que había provocado la salida de Fernando Savater de El País. Es de suponer, llegado su caso, que opinará lo mismo, pese a que sus amigos hayan caído en el mismo error que él denunciaba en otros casos: el de llorar al vivo, como si hubiera muerto, y advertir del error que supone su destitución.
Lo que parece más cuestionable es la postura de Vallín con respecto a la cultura de la cancelación. O sea, sobre los tribunales de la Inquisición contemporáneos que vapulean a unos y otros en función de lo que digan… o de lo que convenga. El periodista afirmó en su día que esas quejas son, en realidad, un ‘mamá-pupa’ al que quitar hierro. «No sólo es justa (la cultura de la cancelación), sino también es beneficiosa», escribió, con una actitud que es mucho más habitual en los individuos que adoptan el sadismo para defender su posición que de quienes todavía apelan a la racionalidad; y que hace suponer que haya podido encontrar ciertas formas de disfrute en lo que le ha sucedido en los últimos días, que en mi consideración es penoso y denunciable.
Porque un energúmeno -de los tantos que habitan en este país- le ha enviado una amenaza de muerte a través de sus redes sociales que el propio Vallín se encargó de difundir. En los días posteriores, fueron muchos quienes le pusieron a escurrir e incluso señalaron la dirección de su casa. Estas maniobras de acoso no son un mero ‘mamá-pupa’. Son procesos sumarísimos contemporáneos. Expresiones despreciables de la turba y hechos que merecen siempre el mayor de los reproches.
En este caso, se iniciaron porque Vallín emplazó a un valenciano, en Twitter, a introducir la cabeza en el inodoro y tirar de la cadena para experimentar una “DANA doméstica”. Hubo quien pensó que el periodista asturiano era un indeseable por haber escrito eso. El defensor del lector de La Vanguardia tuvo que publicar un artículo para desligarse de ese tuit y el propio Vallín se disculpó, pese a que alguno de sus amigos consideró que ese paso atrás era erróneo porque ese mensaje estaba barnizado con una ironía mal entendida por la ultraderecha rampante. Convengamos, en cualquier caso, que si era un ejercicio humorístico, tampoco era excesivamente sofisticado. Hay quien lo ha loado.
Vallín emplazó a un valenciano, en Twitter, a introducir la cabeza en el inodoro y tirar de la cadena para experimentar una “DANA doméstica”
Ese tuit fue seguido de descalificaciones que terminaron con su linchamiento y, oh casualidad, con su despido, que fuentes de La Vanguardia -según aseguran a El Confidencial Digital– desligan de ese mensaje, pero que… maldita casualidad, fue inmediatamente posterior. No tengo claro si airear esa amenaza de muerte es un ‘mamá-pupa’, pero sí que espero que el autor de ese mensaje lo pague, al igual que aquellos -deseo- que lincharon a Carlos Vermut o a Íñigo Errejón. Este último, por cierto, verdugo antes que víctima.
Sobre la forma de comportarse de Vallín, cada cual tendrá su opinión. Habrá quien piense que encarnaba algunos de los grandes males de la profesión, como son el de mamonear con los políticos próximos -e incluso hacerse eco de su corte de pelo- y refugiarse en cuadrillas de amiguetes periodistas o famosetes cercanos, lo cual siempre confirma prejuicios y nubla la vista.
Considerará alguno que todo eso le convirtió en un referente y que, tras su despido, La Vanguardia ha perdido a su estrella. Opiniones hay para todos los gustos. Hay incluso quien piensa -de los pocos que me conocen- que quien escribe estas líneas es alguien despreciable, y no digo que ese juicio sea desacertado.
Desde luego, creo que el día que deje de escribir, como el resto de los periodistas, incluido Vallín, nada en absoluto se alterará en el mundo en el que vivimos. El sol saldrá a la misma hora, el panadero venderá pan cada mañana, en febrero se vestirán de blanco los almendros, en septiembre se pisará la uva y Godó seguirá arrimándose a la sombra que mejor cobija y, llegado el punto, desentendiéndose de sus ‘criaturas’. Como tantos otros editores, por cierto.