El pasado 11 de diciembre hubiera cumplido 113 años Naguib Mahfuz, primer Nobel de Literatura egipcio. Unos días antes de esa efeméride estuve en El Cairo, y todo sigue recordando a sus libros, novelas que son siempre la misma novela, una de un realismo social tan tierno en las formas como duro en el fondo, una de historias personales y corales a un tiempo, por las que Mahfuz es capaz de dar una proyección universal a las cuitas vitales de sus personajes de un barrio popular del viejo Cairo. Sus libros hablan fundamentalmente de política -todo es política-, de dinámicas familiares entre el amor y el cainismo, de religión, de sexualidad palpitante y reprimida, de la lucha por sobrevivir al día que nace, del qué dirán y de un entorno social a cara de perro. En ese sálvese quien pueda, su personaje principal siempre tiene ansias de medrar, de conseguir una recomendación a través de un familiar de genealogía remota para un puesto de pequeño funcionario, un magro premio a toda una serie de pruebas y dilemas morales que se suceden indefectiblemente en el relato, desafíos que ponen a la persona en la tesitura de humillarse y dejar de lado su dignidad por el supuesto fin superior de conseguir un carguito, un salvavidas social que le saque de la miseria y le permita revertir una cadena trófica social implacable y vigente desde los faraones. Así, Mahfuz conduce suavemente, a través del hilo de su rueca literaria, a sus personajes ante sus conflictos. Éstos están inscritos en su destino, y él transcribe ese maktub -lo que está escrito- en la ficción verista de su novela. Habla Mahfuz de todo un código de costumbres y de cómo la religiosidad y la hipocresía lo impregnan todo, unos arcanos que el escritor, profundo conocedor de la historia de su país, pone en cuestión mediante la fotografía que hace de la sociedad de un tiempo inmediatamente anterior al suyo. Su cruda descripción de la realidad es, en el fondo, un bello alegato liberal. Esa forma de pensar y de expresarse le costó una acusación por herejía y un atentado idéntico al que sufriría Salman Rushdie, cuando fue apuñalado por un islamista en 1994. Ya nunca más volvió a ser el mismo. Como para serlo. La primera vez que estuve en El Cairo fue en 2011, entre dos revoluciones. Una de sus mejores novelas se titula “Entre dos palacios”, primera parte de su conocida “Trilogía de El Cairo”. En aquel tiempo el país se debatía precisamente entre dos palacios distintos, el de la revolución liberal que unos cuantos jóvenes valientes empezaron por Facebook, y el de los Hermanos Musulmanes, que habían estado esperando ese momento en el que poder asaltar los cielos desde hacía más de 80 años. Apenas un año después, Egipto, fiel a una historia política llena de vaivenes, hizo una voltereta lampedusiana, y regresó, mediante una contrarrevolución, a la casilla de salida previa a la thawra -revolución- de 2011. Su gente había probado el nuevo jarabe islamista y pareció no gustarle. Sin embargo, tampoco triunfó entonces -2013- el liberalismo espiritual que Mahfuz, exfuncionario del Ministerio de Asuntos Religiosos, destilaba en sus libros. Quizá una sociedad eminentemente rural como la egipcia no estaba preparada para modernidades sociopolíticas que la apartaran de un acervo religioso tan potente como todavía presente. Egipto ha sido, durante décadas, la referencia de todo el mundo árabe, el Macondo donde todo transcurre, la realidad extrapolable al resto de la región. Como Egipto, el mundo árabe parece no haber conseguido resolver esa dicotomía política entre autocracia secular e islamismo, dos de los grandes temas que encontramos en Mahfuz. La tercera vía liberal de los intelectuales del Café Riche siempre parece preterida por esas dos fuerzas telúricas del “hombre fuerte” -generalmente un militar- y del “jeque” ávido de aplicar la sharía desde el púlpito de una mezquita. El bastón o el Libro. En ese pulso histórico entre extremos vive atrapada la sociedad árabe, tras décadas de regímenes únicos que le han hurtado el papel dinamizador que debía serle propio. Lo ocurrido en Siria hace apenas quince días abre de nuevo un debate que se remonta a la caída del Imperio Otomano y a los procesos de descolonización, un periodo de la Historia que Mahfuz describe con maestría existencialista. La suya era -es- una literatura de observación que encierra un mensaje de esperanza, un grito de emancipación nacional a través del ejercicio de la libertad individual, una invitación tan sutil como revolucionaria a arrebatar el cálamo con que se escribe la Historia a aquellos que siempre lo han hecho con los renglones torcidos de la arbitrariedad, ya fuera invocando a la Patria o a Dios.