«Estoy en Homs por primera vez en 11 años. Quien quiera venir es bienvenido», escribe mi primo Akram en su red social. Suha publica la foto de Ahmad, su hijo asesinado el 1 de Ramadán de 2011 mientras grababa manifestaciones: «Ojalá estuvieras aquí. Hemos conseguido lo que tanto anhelabas». Otra prima, Nagham, recuerda a su padre: «Hoy es el aniversario de tu muerte papá, pero por primera vez no estoy triste, estoy muy feliz. Se ha ido, papá. Ha llegado el día del que tantas veces nos hablaste».
Por primera vez entro en Facebook sin miedo a encontrarme vídeos de bombardeos, rescates de niños entre los escombros o velatorios de seres queridos. Entro para creérmelo. Bashar no está y mis primos han sobrevivido. Aunque no todos. Por primera vez escriben, y escriben mucho. Es abrumador. Publican sus fotos con las banderas de la revolución. A cara descubierta. Dentro y fuera de Siria. Yo misma tecleo sus nombres con miedo. Es la primera vez. La primera vez que escribo sus nombres reales. Sin seudónimos. Akram, Suja, Nagham. Me gustaría abrir la ventana y gritárselos a la gente que cruza la calle.
Durante las más de cinco décadas que ha durado la dinastía Asad en el poder, el silencio y el anonimato han sido los únicos refugios posibles para el pueblo sirio. También ha sido el mío. En la mayoría de los artículos que he publicado estos trece años he reducido mi apellido a una M, por miedo a poner en peligro a mi familia en Siria. Muchos otros dentro y fuera de Siria hacían lo mismo: las cuentas que he seguido durante trece años eran perfiles sin rostros. Pero eso está cambiando.
Instantes de incredulidad
La mañana del domingo 8 de diciembre de 2024 despertamos con la noticia de que Asad había huido. ¿Cómo era posible que después de trece años de barbarie, tantas muertes, tantos desplazamientos, tanto dolor, todo se hubiese precipitado en apenas dos semanas? No era fácil procesarlo. Leo en una red social a una activista: «Por fin puedo decir que soy siria a secas, sin la palabra refugiada».
Escribí a mis compañeros sirios de Baynana, un medio de comunicación fundado por ellos, y me informaron de una manifestación improvisada frente a la embajada en Madrid. Salimos del metro Banco de España y nos unimos a una marea de cientos de personas vestidas con trajes tradicionales peruanos que conmemoraban la batalla de Ayacucho. Pero parecía que celebraban con nosotros. Al llegar pisamos otra vez ese césped, frente a la embajada, que habíamos desgastado durante tantas y tantas manifestaciones durante estos trece años. Todavía recordaba el miedo de la primera vez, las advertencias de que no fuéramos, que dentro de la embajada había agentes de la Mujabarat que grababan a los manifestantes.
El miedo dejó paso a la rabia cuando mataron a mi primo Ahmad en agosto de 2011. Solo tenía 27 años. Yo estaba en Siria cuando él empezó a grabar la represión del régimen durante las manifestaciones en Homs. La última vez que le vi le convencí para que compartiera conmigo el material que había grabado. Hizo una copia y me entregó el USB. Las imágenes eran terribles: jóvenes ensangrentados eran trasladados a hombros a hospitales clandestinos. Crucé el control del aeropuerto con el pendrive escondido entre la ropa. Cuatro meses después un francotirador le disparó en la cabeza mientras grababa una manifestación el primer día de Ramadán. A él lo trasladaron directamente a la morgue.
El mensaje era claro. No querían testigos. Usé su material para denunciar su muerte. Abrazos. Muchos abrazos frente a la embajada. Muchas caras conocidas que nos han acompañado todos estos años. Tanto sirios como no sirios. Algunos hacía mucho tiempo que no los veía, desde 2011. Entonces portábamos banderas. Ahora a nuestros hijos sobre los hombros. Se oyen gritos. Miramos a la embajada y la ventana se abre. Un sirio ha conseguido acceso. Se escuchan aplausos. El joven tira de la cuerda y la bandera oficial siria cae el suelo. Sobre el balcón ata la bandera de la revolución.
Un joven tira de la
cuerda y la bandera oficial siria cae el suelo. Sobre el balcón ata la bandera de la
revolución»
Trece años de trauma
Siria ha marcado mi biografía desde que la visitara por primera vez en 2005. Por ella estudié árabe y quise dedicarme al periodismo internacional. Por ella pasé cinco años en Jordania, visitando campos de refugiados como el de Za’atari, el más grande de Oriente Medio. Por ella me desplacé a hospitales y hablé con heridos de los trágicamente conocidos «barriles explosivos». Cada una de las historias que compartieron conmigo, hombres y mujeres en el peor momento de sus vidas, me ayudaron a contar las terribles consecuencias de la guerra.
Pero el mundo miraba hacia otro lado y esa desidia resultaba traumática. Como ahora en Palestina. Desde el año 2011 hemos presenciado cómo la impunidad crecía, se hacía fuerte, parecía invencible. Una impunidad contagiosa de la que empezaron a disfrutar otros autócratas. Putin ensayó su guerra de Ucrania en territorio sirio. Estados Unidos movía sus hilos con los grupos islamistas, Irán y Hizbulá defendían a Bashar… ¿pero quién contaba lo que padecían los sirios? Tras los primeros meses de las primaveras árabes, volvió el apagón informativo. Siria se convirtió en el país más peligroso para los periodistas. Era más fácil explicarlo todo desde el ámbito geoestratégico y relegar la agenda local a la irrelevancia. El pueblo sirio no poseía su propia narrativa.
Pero han empezado a hablar. A salir de los rincones de sus casas. A ocupar las plazas. El objetivo ahora es que permanezcan en ellas. La prioridad es encontrar a los miles de desaparecidos en las cárceles y que el grupo Hayat Tahrir al Sham, que ha liderado la expulsión del régimen, conduzca al país a la liberación de todas las opresiones internas y externas. El futuro está lleno de incógnitas y amenazas, pero en la memoria de Ahmad y de todos los jóvenes que dieron su vida por la libertad, los sirios tienen derecho a soñar.
Desde España podemos seguir permitiendo que nos expliquen la región desde dos ejes ideológicos en guerra o escuchar a los sirios que se liberan. Necesitamos poner el foco en las personas. Los sirios de Baynana, Leila Nachawati y tantos otros periodistas árabes que han cubierto la región todos estos años merecen ser escuchados. Dejen que ellos les cuenten su historia. Es hora de que conozcan sus nombres.
Laila M. Rey es periodista hispanosiria.