Hace cuatro años despedíamos a Angela Merkel en un ambiente de elogios generalizados. «Salvadora de Europa», se la llamaba, o «nuevo Káiser de Alemania». En un perfil que escribí en aquel momento, recordaba que sólo el tiempo dictaría sentencia. Merkel, de hecho, representaba buena parte de los prejuicios políticos alemanes. «Si a Alemania le gusta la estabilidad – dije entonces –, Merkel convirtió la estabilidad en su bandera. Si los alemanes temen la inflación, Merkel impuso a la Unión Europea un registro austero que, para algunos, agravó las crisis de 2008 y de 2011. La austeridad se extendió no sólo a los presupuestos, sino también a la puesta en marcha de grandes proyectos nacionales o europeos, que acabaron desapareciendo de la imaginación colectiva. No hubo grandes avances en política exterior, ciencia, defensa o armonización fiscal y bancaria. Y, si hubo alguno, fue debido más bien a un movimiento de corte defensivo que a una iniciativa suya».
Es sorprendente comprobar cómo apenas una legislatura –el cuatrienio fracasado de Olaf Scholz– ha sido suficiente para pulverizar la imagen benevolente que teníamos de la eterna canciller alemana. Algo parecido a lo que sucedió con Barak Obama, por otro lado. En un momento de su conferencia dictada en la Fundación Rafael del Pino (recomiendo que la veáis en YouTube), el catedrático de la Universidad de Pensilvania Jesús Fernández-Villaverde afirmaba contundente que Merkel ha sido la dirigente europea más nefasta desde 1945. ¿Es posible? Sí, si aprendemos a juzgar a los políticos por los resultados de su gestión más que por sus intenciones. Y los resultados en Alemania, en la Unión Europea o en España saltan a la vista. Los populistas que rechazan ya abiertamente este marco legal son la respuesta inmediata al gran fracaso colectivo de nuestras elites.
Peter Thiel, en una entrevista concedida también la semana pasada, hacía otra declaración asombrosa. Hablaba de las ideologías socialdemócratas como del «mundo de ayer», como de una especie de Ancien Régime del siglo XX. En la conferencia de Madrid, Fernández-Villaverde venía a coincidir con las palabras del fundador de PayPal: «La regulación vigente en España en 2010 no era ideal, pero permitía aún defenderte. Ahora ya no». La revolución tecnológica, sobre todo la impulsada por la Inteligencia Artificial, ha cambiado por completo las reglas de juego. Entiendo que esto es lo que nos quieren decir tanto Thiel como Fernández-Villaverde.
Por supuesto que nos encontramos ante una responsabilidad inmediata de las elites, cuyo cometido sería saber leer el sentido de los tiempos. El futuro puede resultar una incógnita –y se diría que, por definición, siempre lo es–, pero los signos del presente están ahí. El shock demográfico es incuestionable y sus implicaciones saltan a la vista de quien quiera prestar un mínimo de atención a la realidad. También el impacto de las tecnologías y de la globalización, así como el deterioro en la renta per cápita de la ciudadanía. El Estado del bienestar, fundamental en cualquier sociedad que aspire a fortalecer sus estándares de vida, ha entrado en un bucle negativo del que no sabe cómo salir, cada vez más deficitario e ineficaz. El modelo europeo, si creemos en él, no puede rehacerse en contra de los desafíos de la época y de sus exigencias. Esto ya se ha probado en la historia y siempre ha terminado mal. Tampoco ahora será una excepción.
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