El 6 de octubre de 1966, el LSD fue declarado ilegal en Estados Unidos por orden del presidente Nixon. Tras esto, en una demostración más del poder que los estadounidenses siempre han detentado en las Naciones Unidas, fue añadido a la lista de la Convención Única sobre Estupefacientes de esta institución, lo que, de facto, supuso su prohibición a nivel global.
A partir de entonces, la sustancia pasó a formar parte, junto con la heroína, de la categoría 1 de ese documento, que implicaba que no tenía uso médico de ningún tipo, que no había nada bueno en ella y que, por tanto, tenía que ser sometida al nivel más estricto de regulación.
De ser la droga de moda entre la intelectualidad neoyorquina, como podemos ver por ejemplo en la serie Mad Men, pasó a ser algo calificado de tan peligroso que toda investigación a nivel académico que se estuviera realizando, y se estaban realizando cientos en múltiples universidades, laboratorios y centros de estudios, tuvo que detenerse inmediatamente.
Los inicios de ‘The War On Drugs’
La historia de la guerra contra las drogas, en la que Estados Unidos y sus intereses políticos y económicos han tenido siempre una importancia capital, está plagada de este tipo de prohibiciones.
De hecho, tras décadas de miedo y restricciones, hoy en día, las ideas sobre sustancias como el LSD o la MDMA, están cambiando poco a poco. Cada vez son más habituales las noticias sobre los buenos resultados que se están obteniendo para tratar determinadas enfermedades, como la depresión o el estrés postraumático, o como potenciadoras de la concentración y la creatividad administradas en forma de microdosis popularizadas por los gurús de Silicon Valley.
Los nazis, la CIA y las drogas psicodélicas
La única forma de comprender bien el tortuoso camino de estas sustancias, es investigarlas desde sus orígenes y este es precisamente el objetivo de Un viaje alucinógeno (Crítica, 2024), el libro que acaba de publicar en España el periodista y escritor alemán Norman Ohler, conocido en nuestro país por otra investigación, publicada en 2021, sobre la relación de los nazis, y de Hitler en particular, con las drogas: El gran delirio: Hitler, drogas y el III Reich editado por la misma editorial.
En su nuevo trabajo Ohler se adentra en la historia de esta compleja sustancia derivada del hongo cornezuelo, el LSD, y en su compleja relación con la investigación científica, los gobiernos y la cultura. Desde su primera síntesis el 16 de noviembre de 1938 en los laboratorios de Sandoz en Basilea por parte de Albert Hofmann pasando, por los nazis y la CIA, que quisieron utilizarlo como suero de la verdad, la Oficina Federal de Estupefacientes de Estados Unidos, los capitostes de la contracultura de los 60, Elvis Presley o el científico Leonard Pickard, que estuvo 20 años en prisión por montar el que probablemente haya sido el mayor laboratorio de producción de LSD de todos los tiempos.
La mejor cocaína de la historia: Berlín 1946
A menudo se piensa que el tráfico de drogas es algo moderno, pero nada más lejos de la realidad. Según cuenta Ohler en su libro, cuando las potencias ganadoras de la II Guerra Mundial se hicieron cargo de Berlín, uno de sus principales problemas no fue el resurgir del fascismo, sino un consumo de drogas que se había disparado tras el conflicto armado.
Según puede leerse en documentos de la época que cita Ohler, por las calles de la capital alemana circulaban “gigantescas cantidades de estupefacientes” sustraídas en su mayor parte de las reservas de la desaparecida Wehrmacht, que las suministraba a sus soldados, o “retiradas de las ruinas de los edificios bombardeados” y puestas en circulación por avispados ciudadanos.
Entre las más destacadas estaban el Pervitin de los laboratorios Temmler, que contenía metanfetamina; la heroína que entonces producían los laboratorios Bayer; la cocaína producida por Merck en Darmstadt, considerada la mejor del mundo; o el Eukodal, un opioide euforizante que había sido la droga favorita de Hitler, también de Merck.
Lo primero que se les ocurrió fue una represión brutal similar a la que habían perpetrado los nazis solo unos años antes, consistente en enviar a los drogadictos a campos de concentración
Este panorama, que nada tenía que envidiar al difunto Love Parade que se celebraría en la capital alemana muchos años después, era para los aliados muy complicado de controlar, por ello se pusieron manos a la obra para conseguirlo a toda costa. Lo primero que se les ocurrió fue una represión brutal similar a la que habían perpetrado los nazis solo unos años antes, consistente en enviar a los drogadictos a campos de concentración. Los rusos se opusieron a estas medidas tan expeditivas y, literalmente, nazis, y se negaron a que se establecieran en el Berlín liberado.
Pero los americanos no se dieron por vencidos y pensaron que para conseguir sus fines, lo mejor era utilizar las recién creadas Naciones Unidas para promover una prohibición a nivel mundial. Los estadounidenses presentaron un informe sobre los efectos negativos de las drogas y acusaron a la Unión Soviética, con la que cada vez se llevaban peor, de querer inundar Occidente de estupefacientes con el objetivo de desestabilizar las sociedades democráticas. Paradójicamente, eran ellos quienes querían usarlas de esta forma.
El LSD como arma
Sin duda, uno de los frentes de batalla más activos de la Segunda Guerra Mundial fueron los laboratorios. Los científicos nazis y occidentales compitieron a lo largo de toda la guerra por encontrar nuevas formas de derrotar a sus adversarios. Quizá el ejemplo más importante fue el caso de la carrera por crear la bomba atómica, que ganó finalmente Estados Unidos gracias al trabajo de un equipo de científicos liderado por Robert Oppenheimer, pero no fue, ni de lejos, el único ejemplo.
En el campo de la química, los nazis estuvieron años experimentando con humanos en sus campos de concentración. Una de sus obsesiones, por ejemplo, era encontrar “métodos químicos de anulación de la voluntad”. llevaron a cabo experimentos con barbitúricos, sulfonamidas y derivados de la morfina desde principios de la década de 1940, pero les fue imposible encontrar esa ansiada droga de la verdad. Según las investigaciones de Ohler, es muy posible que una de las sustancias que probaron fuera LSD.
La misión secreta Alsos
Tras la invasión estadounidense de Italia en septiembre de 1943, se creó una misión secreta para rastrear los éxitos de los nazis en el campo de la investigación de armas nucleares, así como en el desarrollo de armas biológicas y químicas. Esta fue bautizada como Alsos, que en griego significa arboleda.
Un equipo de agentes de inteligencia se presentaba sistemáticamente allí donde los alemanes se acababan de retirar y se dedicaban a localizar a los científicos que habían quedado en las zonas liberadas para interrogarlos sobre su trabajo. También localizaban instalaciones dedicadas a la producción de uranio fisible o agua pesada, así como confiscar materiales y documentos. Así, tras una serie de circunstancias que Ohler desgrana en su libro, fue como los estadounidenses descubrieron los usos de sustancias químicas por parte de los nazis, entre ellas el LSD, y su potencial como arma contra sus enemigos.
Los norteamericanos no tardaron en darse cuenta de que el LSD podía ayudarles de dos formas fundamentales: como medio beneficioso en una situación de interrogatorio y como herramienta para confundir a un soldado enemigo hasta el punto de dejarlo fuera de combate sin necesidad de matarlo.
Los políticos de la Guerra Fría no pensaron en la salud mental ni en la creatividad de sus ciudadanos, y prohibieron sustancias muy beneficiosas
Casi en paralelo a este proceso, el LSD fue comercializado por Sandoz a principios de los 50 para su uso en investigación psiquiátrica. Un hecho que inquietó mucho al gobierno estadounidense por el temor de que acabara en manos de los rusos. Pronto, la Casa Blanca se propuso, primero controlar su producción y, años más tarde, conseguir su prohibición. Algo que consiguieron a mediados de los años 60. “Los políticos de la Guerra Fría no pensaron en la salud mental ni en la creatividad de sus ciudadanos, y prohibieron sustancias muy beneficiosas. El mayor error fue ilegalizar el LSD en 1966”, comenta el autor.
Pero para entonces el LSD ya había entrado a formar parte de la historia de la humanidad, llegando a las manos de personajes como Tim Leary o Ken Kesey, que lo popularizaron entre los más jóvenes y que, según Ohler, influyeron profundamente en nuestra cultura. “La música, la escritura y las artes visuales, se beneficiaron enormemente de artistas que tomaban LSD. Sin los psicodélicos, nuestra cultura y escena artística serían mucho más aburridas”, ha declarado el autor.
Una experiencia personal
Aparte de llevar mucho tiempo investigando la influencia de las drogas en nuestra historia y nuestra cultura, las razones de Ohler para adentrarse en la historia de las drogas psicodélicas y, en concreto del LSD, tienen una vertiente personal.
Fueron precisamente esas investigaciones las que llevaron a Ohler a un estudio en el que se afirmaba que la toma de LSD podría tener efectos beneficiosos sobre las personas que padecen alzhéimer. Daba la casualidad de que su madre se encontraba en esa situación y el periodista comentó un día lo que había leído a su padre.
Este le mostró interés, pero también hizo una pregunta capital: “si tan bueno es, ¿por qué no lo puedo comprar en la farmacia?” Para responder a esa complicadísima pregunta, Ohler ha escrito este libro. Además, gracias al LSD, su madre, que toma microdosis desde hace un tiempo, está más activa, habla y ríe como no lo había hecho en mucho tiempo. “El LSD ya es legal en Australia para terapia, pronto lo será en todo el mundo”, asegura el autor.
‘Un viaje alucinógeno’
Norman Ohler
Crítica
272 páginas | 22,90 euros