Vivimos una ciudad y una provincia que son realmente excepcionales. Y no lo afirmo por chovinismo. En efecto, la segunda quizá sea uno de los territorios más plurales de España. Mientras que otras demarcaciones apenas adoptan dos o tres paisajes sin mayor variedad, la provincia de Zamora se define por una absolutamente extraordinaria diversidad de tipos. Integra la Tierra de Campos y a la vez la montaña y la alta montaña de Sanabria, la penillanura y El Campo Charro en La Guareña, las Tierras del Pan y del Vino fundidas con el cereal y las vides, los paisajes dominados por los berrocales de Sayago y la fuerza paisajística de la Raya con Portugal, las bellas colinas moderadas de Aliste, las Tierras de Tábara y Alba dotadas de ese sabor identitario de transición, La Carballeda aún por descubrir, la hechizadora fuerza de la tierra rojiza de Los Valles antaño poblada por Roma. Todas estas comarcas se configuraron por el modo de poblamiento y fueron determinando la relación del hombre con el territorio. Y la consecuencia inmediata, además de las recibidas por la influencia de la historia, fue una extraordinaria diversidad en los usos y formas de habitar, en las definiciones de la arquitectura tradicional que van desde la piedra al tapial, en el aprovechamiento del campo y los recursos naturales, en la forma –más allá de casos puntuales- respetuosa de tratar al medio, no por moderno ecologismo, sino por la certeza de su total dependencia de éste. Diversidad, en resumen. Lo cual es pluralidad y riqueza.
Vivimos (en) una ciudad absolutamente maravillosa. En Zamora nos asalta la belleza por doquier. Quizá estemos demasiado acostumbrados a su encanto y nuestro patrimonio ya no nos provoca sorpresa.
La capital, inserta en este mismo contexto, ha corrido parecida suerte. Determinada por el curso del Duero, Zamora ha recibido influencias muy plurales de sus distintos pobladores a lo largo de los tiempos, algunas de ellas constituyendo una auténtica rareza. También esto nos hace únicos. La herencia depositada por la historia, las creencias, el poder y el comercio de nuestros antepasados es lo que somos hoy. Vivimos (en) una ciudad absolutamente maravillosa. Eso mismo afirmaba Miguel Torga de su reino, nuestro vecino y hermano Trás-os-Montes. Y negarlo, creo firmemente, es sencillamente desconocimiento. Insisto, no es chovinismo, sino evidencias. Zamora es una ciudad hecha a la medida del hombre. Gozamos de un tamaño plenamente asequible, con todo prácticamente a la mano, ahorrando mucho tiempo en los desplazamientos, sin depender del coche, con buena oferta cultural, tren diario a poco más de una hora de Madrid, un nivel de vida económicamente muy asequible, capitalidad administrativa con los servicios que conlleva… El contexto idóneo para una calidad de vida realmente envidiable. Parques en abundancia, lugares generosos de paseo, la naturaleza articulando la columna vertebral de la ciudad, la extraordinaria cercanía del tú a tú, cuna de artistas y poetas, elementos histórico-artísticos de primerísimo nivel, el poso de la historia. En Zamora nos asalta la belleza por doquier (mientras que muchos españoles conviven cada día únicamente con asfalto, el feísmo de edificios desmedidos en todos los órdenes y un modelo de ciudad nacido de la pura industrialización o especulación). Quizá nosotros estamos demasiado acostumbrados a su encanto y nuestro patrimonio ya no nos provoca sorpresa. Pero consideren durante un instante la maravilla que supone disponer al lado de casa, y en los propios recuerdos que nos configuran a cada cual, de arquitecturas de más de 900 años. Patrimonio que han pisado personalidades esenciales desde el mismísimo Carlos V a Gregorio Marañón. Arquitecturas que son mucho más que construcciones, más que piedras sobre piedras, edificios y calles que entrañan la identidad de lo que realmente es Zamora incluso más allá de las personas. Y, más aún, no arquitecturas ni calles cualesquiera. Un patrimonio que ha hecho ciudad desde hace dos milenios. Zamora no ha nacido ayer. Tenemos con nosotros el poso de la historia, el trampolín del tiempo, de la participación en la pura esencia de nuestra civilización. Gozamos de sendos cascos antiguo e histórico –a pesar de algunas aberraciones- mantenidos con cierta unidad (en virtud de que por fortuna el desarrollismo pasó de largo), materialmente austeros en tanto que totalidad pero notablemente mantenidos y conservados hasta hoy, ciertamente originales desde su configuración urbana, referente mundial en cuanto a su arquitectura religiosa urbana de estilo románico, hito indiscutible en el noroeste peninsular en arquitecturas eclécticas y modernistas, indudablemente diversos y acertadamente articulados. Seguramente algo deficitarios y también urgidos de vida, singularmente el primero. Con objetividad, un casco urbano realmente único e incluso envidiable.
Sin embargo, con frecuencia tenemos la sensación de que falta mucho por hacer. Y seguramente nuestra ciudad demande un mimo –insisto, mimo- que a veces le negamos. Quizá por desconocimiento, por cierta dejación, por algún conformismo endémico desmedido. Probablemente por creer que la tarea le corresponde a otros (individuos o instituciones) o puede que –erróneamente- convencidos de que «qué más da, total, son detalles…» O lo que es peor y me rompe cada vez más por dentro: cierta conformidad con que lo que hay no daría mucho más de sí, o el perverso acomodamiento a que realmente no nos mereciéramos (o pudiéramos) mucho más y mejor… Quizá todo esto, que es falso per se, no sea más que cierta ignorancia de la auténtica potencia de nuestro patrimonio, nunca mala intención en absoluto, incluso una infravaloración de lo propio que es ya secular en cierto carácter nuestro. Al fin y al cabo, no querernos lo suficiente. O, lo que es lo mismo, no soñar con más ni confiar en verdad en nuestras máximas posibilidades. Sino ir tirando.
A veces nuestra ciudad no es cosa sólo de detalles. Y, cuando viajamos, observamos en otras latitudes que no todo vale, o que al menos no todo vale de la misma manera. Vemos calles cuidadas, criterios homogéneos en su urbanización, fachadas sin pintadas furtivas ni brochazos municipales que tratan de disimularlas, mobiliario urbano homogéneo y distribuido con un criterio racional para resaltar la belleza, sensibilidad en la iluminación ornamental, compactación del tejido urbano, integración de los elementos arquitectónicos-urbanísticos-paisajísticos-y-humanos, una visión de conjunto en la ciudad, celeridad administrativa, coherencia entre las medidas implementadas, opciones ambiciosas de promoción propia y externa, jerarquía en las intervenciones, aprecio por y protección de la arquitectura del siglo XX, doble acomodo a la legalidad y también al sentido común para propiciar la vida cotidiana de sus habitantes, un modelo de ciudad en el que se funda y con el que permanece coherente cada iniciativa que se ejecuta… Y, en última instancia, la pretensión de la belleza para hacer de la ciudad un lugar maravilloso y plenamente amable donde vivir. Y de la que duela en el alma marcharse.
Pero a veces nuestra ciudad es también cosa de detalles, esos que están tan a la vista que no se ven. Aspectos que evidencian que realmente no es cuestión de dinero, sino de buen gusto. Retirar restos de demoliciones y sillares amontonados en jardines junto a la muralla y que llevan lustros a la espera de desaparecer, situar los urinarios públicos portátiles lejos de los monumentos románicos o góticos y no pegados a ellos, impedir el aparcamiento permanente de coches patrulla en plena la Plaza Mayor, implementar un mantenimiento cotidiano de los viales, fomentar el empleo de materiales de construcción y volumetrías adecuados, el cuidado de las escalas y los tipos edificatorios… En alguna ocasión hemos rallado la sublimación de lo cutre, como aquella pretendida decoración en San Pedro de un tramo de la principal arteria de la ciudad ornamentada con pañoletas aéreas sobrantes de dos o tres sampedros anteriores. O los conos de obras que perduran junto al bache en pleno centro de la ciudad –objetivamente- meses y meses. Son extremos quizá, pero han sido. Espejismos que quedan en anécdota ante tanto bueno, ante tanto potencial como tenemos en esta ciudad, ante un patrimonio monumental y sobre todo personal de altísima calidad.
Hemos de aspirar a mucho más que a la mera buena intención, y también a mucho más que a la sólo honrada gestión. Creo que el pulso y ambición debemos imprimirlos también desde el riguroso conocimiento de nuestro patrimonio y sus potencialidades, así como el mimo exquisito por nuestra ciudad. Y no pensando en el visitante, el turista o la diáspora prioritariamente, sino de forma preponderante en los propios ciudadanos que constituyen el tejido de la ciudad. Todo ello nos pone ante los ojos la necesidad de trabajar también desde el buen gusto, no desde la mera resolución de problemas. Desde las pretensiones de máximos y no desde conformismos cualesquiera para ir tirando con alguna dignidad. Ambición para gestionar y gobernar la ciudad no como si fuera una comunidad de vecinos, sino una entidad humana y patrimonial con ambiciones de óptimo presente y un esperanzador futuro. No es fácil definir un modelo de ciudad y plegarse a él aparcando las ideologías. Pero en ello nos va la perduración y nuestro pulso vital. Quizá también en algunos detalles aparentemente menores. Porque no es cuestión de dinero, sino de buen gusto.
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