La polémica persigue al aceite de palma, no solo por los problemas que su consumo puede causar en la salud, sino por la profunda cicatriz que causa en el medio ambiente. De acuerdo con la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición, contiene casi un 50% de ácidos grasos saturados, sobre todo ácido palmítico. «No aporta sabor, es muy estable y no se enrancia ni se oxida fácilmente», subraya. Además, mantiene bien sus propiedades cuando se elevan las temperaturas, por lo que se utiliza en alimentos que se van a freír o que se deben conservar en entornos cálidos. Ahí está, precisamente, la clave de su éxito, y la verdadera razón de que sea tan utilizado en la industria alimentaria, sobre todo para elaborar ultraprocesados. Pese a todos sus contras.
Los efectos en el ecosistema que provoca el cultivo de la palma aceitera son verdaderamente preocupantes. La deforestación y la consiguiente pérdida de especies sobresalen en la larga lista de tareas pendientes. A eso habría que sumar el dióxido de carbono que se libera a la atmósfera en el proceso (y que, a su vez, esos árboles que desaparecen dejan de limpiar). La erosión del suelo, la contaminación de los ríos y los efectos en las comunidades locales, que ven arrasado su hogar y su modo de vida tradicional, tampoco se deben obviar.
La tala indiscriminada puede tener consecuencias catastróficas. Pero, ¿por qué ocurre? El aumento de la demanda del fruto de la palma aceitera lleva a algunos productores a ampliar sus sembrados ocupando los bosques cercanos. Es decir, arrasando las especies autóctonas para sustituirlas por esta planta perenne. El Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) alerta de que incluso se han levantado plantaciones ilegales en áreas naturales protegidas, entre ellas parques nacionales con un valor biológico determinante.
Esta pérdida de biodiversidad tiene consecuencias directas e indirectas. Entre las primeras está el aumento del riesgo de inundaciones y desprendimientos de tierra, lo que a su vez causa que sea imposible que los nuevos ejemplares prosperen. Muchos sucumben arrasados por la corriente. Asimismo, la tala masiva disminuye la capacidad de estos bosques milenarios de absorber CO2, por no hablar de las humaredas que se disparan hacia la atmósfera cuando los queman.
Solo de Indonesia y Malasia sale más del 80% del aceite de palma que se consume en todo el mundo
Por desgracia, no son pocos los países afectados, la mayoría localizados en Asia y África, pero también en América Latina. Solo de Indonesia y Malasia sale más del 80% del aceite de palma que se consume en todo el mundo. Y eso es mucho, más teniendo en cuenta que se encuentra presente en casi la mitad de los alimentos que se venden en las grandes superficies. Por ejemplo, es un ingrediente imprescindible para que la bollería industrial tenga esos sabores tan característicos. Y la cosa no se queda ahí: se utiliza en siete de cada diez artículos de cuidado personal.
A esto hay que sumar un uso más: su valor como combustible. La Unión Europea ya le quitó la etiqueta de sostenible en 2021 y lo justificó con informes que alertan de que su balance final de emisiones (que incluye todo el proceso de producción y distribución) es peor que el de la gasolina. Pese a ello, territorios como Brasil siguen calificándolo como un tipo de biofuel. Eso sí, su legislación establece que solo se puede plantar palma aceitera en zonas que fueron deforestadas antes de 2007. Sobre el papel, claro.
Fauna en peligro
La relación de especies emblemáticas afectadas por este cultivo indiscriminado e irrespetuoso es igual de sangrante. El hábitat de rinocerontes, orangutanes, elefantes, tapires, osos o tigres está en grave peligro, pero tampoco sería justo ignorar las secuelas de esta actividad en insectos, plantas, aves o microorganismos, vitales para el equilibrio del ecosistema. A pesar de que todos son importantes, si hay un caso especialmente dramático ese es el de los orangutanes, unos primates homínidos que habitan en solo dos islas en todo el planeta: Borneo (donde solo quedan ya la mitad de los bosques tropicales originales) y Sumatra. En solo 30 años, su población se redujo a la mitad. Murieron desnutridos, quemados, desahuciados o por las heridas provocadas por cazadores furtivos.
Su hábitat se ve arrasada por el afán especulativo. Miles de hectáreas de selva tropical arden cada año para reconvertir el terreno en grandes plantaciones de palma aceitera. Greenpeace cifra en 300.000 hectáreas la superficie de bosque autóctono indonesio que se esfumó entre 2009 y 2011. Las autoridades locales hacen la vista gorda, muchas veces porque también se lucran de esta forma de destruir el ecosistema.
Porque las consecuencias llegan incluso al medio acuático, tal y como alerta una investigación realizada en la frontera entre México y Guatemala. Los científicos constataron alteraciones en los ciclos bioquímicos del agua incluso a 3.000 metros de distancia de cultivos de palma aceitera. No es un mal baladí, ya que puede comprometer la seguridad alimentaria y la disponibilidad de agua potable de comunidades enteras.
La industria lo defiende
Mientras la ciencia busca una alternativa que mantenga los beneficios alimentarios de esta sustancia pero sin su impacto ambiental, la industria defiende a rajatabla el producto. La Fundación Española de Aceite de Palma Sostenible afirma que, si no se empleara este cultivo, se tendrían que explotar otros con parecido resultado ecológico o peor: «La sustitución del aceite de palma por otro aceite vegetal o grasa animal requeriría del uso de más superficie de cultivo, una medida que sería contraproducente para el ecosistema, ya que las empresas tendrían que comprar aceites alternativos que utilizan hasta nueve veces más tierra», señala en su web.
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ENTREVISTA. Encarni Montoya, investigadora del CSIC
«El cultivo de palma empobrece el suelo y reduce la biodiversidad»
Casi la mitad de los bosques amazónicos están en peligro de desaparecer o de sufrir alteraciones irreversibles, según un estudio publicado en ‘Nature’. El cultivo de palma aceitera sobresale en la lista de culpables. Encarni Montoya, investigadora de Geociencias Barcelona (GEO3BCN), es coautora del artículo.
-La mitad de la Amazonía está en riesgo de desaparecer en 2050. ¿Qué parte de culpa tiene la palma aceitera?
-Una de las principales amenazas radica en la deforestación y degradación de sus bosques. Gran parte de esta actividad humana está relacionada con la agricultura y la ganadería. En general, los monocultivos de especies exóticas ejercen un impacto negativo sobre el ecosistema al disminuir drásticamente la diversidad, no solo vegetal. Esta es, en parte, responsable de la salud del mismo al proporcionar niveles de resiliencia. El cultivo de la palma aceitera también puede ocasionar un empobrecimiento de los nutrientes del suelo y la disminución de otros recursos.
-¿Qué consecuencias tendría en el resto del planeta?
-La Amazonía actúa como refrigerador, absorbiendo grandes cantidades de CO2 atmosférico emitido por actividades humanas. Al retirar todo este gas invernadero y almacenarlo en sus tejidos (lo que se conoce como sumidero de carbono), la temperatura a nivel global es más baja. Por otro lado, más de la mitad del agua que llueve procede de la precipitación reciclada: la lluvia llega del océano y cae en las zonas más costeras. Es entonces cuando la actividad evapotranspiradora de los árboles hace que se evapore a la superficie, se condense y vuelva a llover. Así se crean los llamados ríos aéreos. Los bosques lluviosos de la Amazonía actúan como una cinta transportadora distribuyendo esa agua a regiones más interiores.
-¿Qué otros cultivos contribuyen a la deforestación?
-Los pastos para ganado tienen uno de los mayores impactos en los niveles de deforestación y degradación de los bosques. Dentro de la agricultura, la soja es sin duda el gran monstruo de los monocultivos en tierras amazónicas. No solo para consumo humano, sino como alimento para ganado.
-Dice en su estudio que los bosques amazónicos siempre han sido resistentes a la variabilidad climática. ¿Por qué ahora son más vulnerables?
-Por un lado, el cambio climático actúa a una velocidad varios órdenes de magnitud superior a los cambios climáticos pasados. Los ecosistemas no tienen tiempo para adaptarse. Además, el sistema económico actual globalizado no opera a ritmos ecológicos: se extrae más rápido de lo que un sistema natural puede asumir.
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