Si se sigue a este ritmo antes de una década serán más por partidos ausentes que los presentes en las efemérides oficiales de la Constitución del 6 de diciembre. Cada uno tiene sus pretextos y cada pretexto es un reflejo especular de los pretextos ajenos. No resulta tan extraño. En este país están siendo investigados judicialmente el fiscal general del Estado, la esposa del presidente del Gobierno y el anterior secretario de Organización del PSOE, entre otras lindezas.
Hace años se evaporó entre insultos, denuestos y amenazas cualquier alusión a la lealtad constitucional. Desde el principal partido de la oposición se ha cuestionado la legitimidad de Pedro Sánchez y desde el Gobierno socialista se considera al PP una «fuerza golpista» y se sueña con «suprimir a la derecha para que podamos seguir haciendo el bien» (sic). Una catástrofe meteorológica provoca 220 muertos y arruina Valencia pero les sirve de nueva munición a socialdemócratas y conservadores para acusarse mutua y sórdidamente de la desgracia y nadie, absolutamente nadie, asume ninguna responsabilidad.
El mismo día en que comenzó el diluvio asesino se votó en el Congreso de los Diputados el nombramiento del nuevo consejo de administración de RTVE con el que el sanchismo pretende controlar indefinidamente la radio y la tele públicas. Está trufado de periodistas filosocialistas, de antiguos jefes de gabinete de varios ministerios, de malolientes y navajeros comisarios políticos; todos cobrarán más de 100.000 euros anuales y tal vez dietas. Es agotador seguir. No tengo espacio ni resuello para hacerlo. Porque lo delitos democráticos básicos – la mentira propagandística como pan de cada día, la cooptación pirática de las instituciones públicas, las múltiples patologías de la corrupción y la venalidad, la oligarquización de los partidos – se comenten hace décadas pero se han extendieron y cronificado en los gobiernos de Mariano Rajoy – ese señor tan grachiocho – y Pedro Sánchez – el muy puto amo -. Cada vez más cínica, más despepitada, más canallescamente.
Y la gente vive peor. Mejor que hace cuarenta años por la extensión de los servicios sociales de un modesto –aunque muy caro– Estado de Bienestar y por la mejora del seguro de desempleo y las pensiones. Pero peor – a veces mucho peor – que en 2007 o 2019 mientras aumenta la desigualdad, agoniza la clase media, los sueldos enflaquecen, una vivienda digna es inalcanzable y avanza la degradación natural y urbana. Por supuesto no es fenómeno español. Ocurre en toda Europa. Y lo que ocurre es que las democracias parlamentarias ya no son persuasivas.
Que ya se ha votado a todo y lo que se ha conseguido es que transformar la crisis en un estilo de vida, en una estrategia de gobierno, en una nueva oportunidad para las élites extractivas. La democracia siempre fue una ilusión muy próxima, un bien aspiracional que, después de la derrota de los fascismos, pareció cumplirse durante treinta años en Europa y Norteamérica y se elevó como el futuro liberal y pacífico sin alternativa con la desaparición del comunismo soviético.
Pero su crédito en el imaginario social se está acabando. Lo ha dilapidado. La han terminado de deslegitimar como instrumento para una vida en común próspera y solidaria una aristocracia política imbécil y una nueva encarnación del capitalismo (el capitalismo de la vigilancia) que extiende una arquitectura digital por todo el globo y que está dispuesto a divertirnos hasta la muerte a cambio apenas de hipotecar nuestras vidas, nuestra lucidez y nuestro bienestar. Francia. Alemania. Estados Unidos. Italia. España. La democracia representativa – otros la llaman ya simulativa – es el régimen político que muestra mayor eficacia a la hora de autodestruirse. Lo hace hasta con cierta gracia artística. Será apasionante ver en el próximo cuarto de siglo un suicidio tan esperado, tan espléndido, tan detalladamente horroroso.
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