Una imagen de la Gran Vía de Madrid.

Hay días en los que me levanto en la Edad Media. Todo el mundo en el siglo XXI y yo contemplando la existencia con el susto de un habitante del medievo. No importa que vuele, por ejemplo, a Bilbao en un avión a reacción donde la azafata me ofrece un bocadillo y un refresco. Todo eso no ayuda a regresar a mi época, ni eso ni pedir un gin tonic con una raja de limón. Entonces me voy a ver el Guggenheim porque es imposible la existencia de un Guggenheim del siglo XII (no se había inventado el titanio). Me voy a verlo y lo rodeo, pero no veo más que Edad Media, como si la llevara en mis ojos. Me cruzo, de hecho, con un perro medieval que me ladra hasta que su dueño lo contiene y me pregunta incongruentemente qué hora es. La hora de qué siglo, le pregunto yo. El tipo me mira como si estuviéramos locos los dos (los tres, si contamos al perro) y me da la espalda y se va. Punto.

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