Una estantería, de fondo. / Shutterstock

Tengo una biblioteca de usuario corriente y moliente, no de bibliófilo. Son libros de uso y disfrute, alguna consulta y hasta la próxima. Rara vez releo. Si lo hago es sobre títulos con los que me adentré en la lectura y me siento obligado a volver. Salinger, Orwell, D.H. Lawrence, todos compañeros de adolescencia y acné. Lo mismo me ocurre con los discos. Mi discoteca fue creciendo hasta verme sometido a una suerte de diógenes. Primero fueron vinilos, más tarde cintas de cromo de 90 con recopilaciones de Leño, de la new wave, Lo mejor del punk, La Movida y el Rock siniestro. Grabar una cinta era un acto de amor. Llegaron los cedés y luego los que yo grababa con la tostadora. Decenas de kilos de material de desecho compartiendo espacio con incunables que cada vez que cambio de casa me molesto en ordenar. Pocas veces regreso a ellos. Cuestión de streaming. Tengo un tocadiscos tan malo que da coraje enchufarlo. The song remains the same no puede girar en cualquier plato.

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