Me hice del Barça hace más de sesenta años, cuando el equipo azulgrana estaba a punto de ser derrotado, en Berna, por el Benfica de Lisboa en aquella final de la Copa de Europa –disputada el 31 de mayo de 1961–. Estuve tan triste esa noche que juré jamás dudar de mi fe en aquel equipo que ahora mismo ya tiene 125 años de edad –los festejó en la noche del pasado viernes en el Teatre Liceu–.
Fue un desastre europeo marcado por los palos que favorecieron a los portugueses. Aquel equipo (Olivella, Rodri, Gracia, Joan Segarra, Enric Gensana, Justo Tejada, Ladislao Kubala, Evaristo Macedo, Luis Suárez y Zoltán Czibor) era más que un club cuyas derrotas pasaron a ser emblemas en espera de sus victorias.
Éstas se hicieron de rogar en una época en que la pasión podía más que la rabia de perder. Tengo un amigo, Diego Talavera, periodista, que sobre todo es de la UD Las Palmas y que tiene marcado a fuego un hecho cierto, y gozoso, que ocurrió hace 53 años. Fue cuando su equipo, que fue el de Luis Molowny Arbelo, vecino mío en el Puerto de la Cruz, justo enfrente de la casa donde escuché cómo el Benfica acababa con la fe europea del Barcelona, venció a domicilio al Barcelona de mi vida.
Ahora, nada más terminar el juego en la Ciudad Condal, un día después de la gran fiesta aniversario del equipo que fue de Kubala y de Suárez, mi amigo me escribió como si acabara de certificar un proyecto vital y no sólo futbolístico. Me dijo que esperó 53 años para que los suyos le ganaran a domicilio al Barcelona y ya no habrá, en adelante, posibilidades como las que ayer remachó el más reciente verdugo del Barça.
Quizá no. Quizá exagera mi amigo, y no sólo cayó este mediodía, aciago para Pedri y para los que sentimos como Pedri, el club que tiene los colores de nuestras vidas, sino que LaLiga se marca a sí misma un hito. Es posible que ahora el fútbol esté dando una vuelta de tuerca más en su nueva etapa y no pasará demasiado tiempo en que equipos como el Celta de Vigo o Las Palmas, o cualquiera, ya están listos para sorprender a aquellos que otrora eran invencibles, o lo parecían.
Había en el partido que la UD Las Palmas ha vencido la sensación latente de que no podía ser un azar la zancada amarilla: esos galopes terminaron siendo una explicación de la derrota de un rival que no acertó jamás a desorientar a la otra portería, cuyo titular jamás se despistó, al revés que su colega de enfrente, acerca de lo que iba a ser el destino de una pelota que golpeó más de veinte veces la puerta de su defensa.
Enfrente, como si hubiera sido señalado por la maldad, bastaron tres o cuatro disparos a un portero sin destino para acabar con la miel estrenada por un Barça que ahora tendrá que persignarse cada vez que ve enfrente el color amarillo. Fue un dolor para este azulgrana, y una alegría para la parte de mi alma que recuerda otra derrota, la que celebra mi amigo Diego: 53 años hace de aquella derrota azulgrana.
Yo ya me había ido a dormir con la desgracia ante el Benfica la primera vez que recibí un tiro en el alma de barcelonista. Sin dolor, con alegría canaria, ahora felicito a los que nos dieron en el corazón a los que esperábamos que fuera azulgrana la jornada. Enhorabuena, UD, les dije a mis amigos. Ahora falta contar por qué me parece que fracasó el Barça del entrenador alemán Hansi Flick, pero eso será cuando ya mis lágrimas dejen de tener el color que ahora empaña la tarde. Ahora le toca la alegría a la Unión Deportiva Las Palmas.