«Son niñas rotas. Mi hija ya no es la misma, no la puedo ni abrazar ni achuchar ni besar como antes». Sus hijas «ya no pueden tener una vida normal». La empatía de quienes escuchamos el terrible testimonio se empapa de la angustia, la tristeza y la rabia, la impotencia que desgarra a estas dos madres de niñas violadas y agredidas sexualmente por el pederasta zamorano Pedro F.R., condenado este miércoles a 40 años de cárcel por la Audiencia de Zamora.
Ellas y sus otras cuatro amigas tenían entre 9 y 11 años; el famoso industrial de Villaralbo (Zamora) brincaba los 45 años cuando comenzó a organizar fiestas de pijamas en la casa del pueblo donde residía con sus hijas, amigas íntimas de sus vulnerables víctimas, «a las que él escogía para sus celebraciones, estamos seguras de que les decía a quién tenían que llevar».
Las mismas a las que la sociedad no ha tenido ningún reparo en juzgar desde que este periódico dio en exclusiva la terrible noticia. Con cada información que iba reconstruyendo al depredador sexual, ellas sentían el escarnio público; él era «un ciudadano ejemplar» en Zamora, recalcan estas mujeres. «Hemos sufrido un doble juicio: el social y el legal», señala la madre, a la que llamaremos Emma. «Se las ha señalado constantemente. Ellas escuchaban comentarios a su alrededor, de sus compañeros y compañeras de clase, y no podían decir a la gente que era de ellas de quien estaban hablando», dice. Comentarios que ahondaban en ese sentimiento de culpa de las niñas por las agresiones sexuales continuadas a las que les sometía el pederasta.
La confianza en el adulto está en el centro de estas violaciones. «¡Es que era el padre de sus dos mejores amigas, era Pedro!», remarca la otra mamá, María. «Es que si no las dejábamos ir, él se presentaba con sus hijas para convencernos, ¿cómo íbamos a pensar lo que las estaba haciendo?», recuerda. Sus niñas «eran muy pequeñas, no entendían nada, y querían olvidar lo que pasaba», esos masajes que les daba en su dormitorio en los que las agredía sexualmente, las violaba.
De hecho, todas fueron rememorando a medida que hablaban con las psicólogas que les asistieron de la Junta de Castilla y León, de los juzgados de Zamora y privadas. Aún hoy continúan rescatando recuerdos. El dolor, el miedo que fue sembrando en estas menores las ha llevado a enterrar esas terribles vivencias, «les decía que tenía mucho poder, que era un hombre importante y que nadie las creería. Que podía pasarnos algo a nosotras o a sus padres si contaban lo que les hacía, que podíamos tener un accidente de tráfico…».
Encerraron esos episodios traumáticos tan profundamente que «mi hija llegó hace poco de la psicóloga y me dijo ‘mamá, hoy ha sido como si hubiera abierto un cajón que no sabía que tenía, donde guardaba muchos recuerdos’», apunta María con el rostro acongojado, las manos entrelazadas y el cuerpo encogido. Así permanece junto a Emma durante la hora larga del entrevista. «Mi hija puede necesitar hablar con la psicóloga a cualquier hora del día, sábados, domingos». En eso han tenido suerte, las dos profesionales que las atienden han estado a su disposición.
Él, un hombre inteligente, recuerdan sus compañeros de pupitre, informático, «les prohibía usar los datos de sus teléfonos móviles en su casa, les obligaba a conectar con la wifi en cuanto entraban» para celebrar las famosas fiestas de pijamas, el marco perfecto que ideó para violarlas, «donde solo él era el adulto, tenía el mando sobre nuestras hijas. Controlaba sus móviles, ellas no se escribían mensajes entre ellas por eso», afirman.
«¿Qué va a ser de nuestras hijas? Porque él va a recurrir la sentencia hasta donde pueda». El abogado que ha ejercido la acusación particular de Emma, Francisco Fernández Martínez, trata de aliviarlas: «No hay riesgo de que salga de la cárcel, cuando la prisión es provisional es distinto, pero ahora con la sentencia ya no puede». Incide en lo complicado que son estos casos, «ha sido positivo que se haya celebrado siendo mayores de edad porque han podido recordar».
Las madres corroboran ese calvario con la experiencia en carne propia, «ha sido muy duro y muy difícil tener que demostrar que ellas no han sido culpables, esa sensación de tener que justificarse…». Las niñas tenían «vergüenza de hablar con los abogados», con sus madres con las que a día de hoy no hablan de lo ocurrido en los domicilios de Pedro y en los viajes a los que se las llevaba. Les persigue «la culpa de no haberlas salvado, no habernos dado cuenta. Sí, cambiaron su carácter, pero es estaban entrando en la adolescencia y no podíamos imaginar nada de esto».
Sin lograr contener las lágrimas a cada momento, piden encarecidamente que «la sociedad haga una reflexión profunda, tiene que ser empática, escuchar y creer a las víctimas, ampararlas». Dar cobertura a sus familias en una situación tan compleja. Estas dos mujeres jóvenes han perdido sus trabajos porque sus hijas las necesitan cada vez que sufren una crisis de ansiedad en la facultad, ya son universitarias, «se han agarrado a los estudios afortunadamente». Los ataques de pánico pueden asaltar, como ha ocurrido, «en la calle, en el supermercado al ver a una persona que se parecía a él, se bloquean, no pueden andar, se hacen pis». El miedo está muy presente en estas víctimas, una de ellas no pudo ver a su padre durante meses, no conseguía estar cerca de hombres. «Nadie comprende la situación y somos una carga para las empresas».
Claman porque las leyes cambien: «Mi hija estudia derecho para eso». Exigen que «estos casos vayan más rápido, que los jueces, los magistrados, la sociedad se impliquen porque lo hemos vivido y el día a día es muy difícil para las niñas, sobre todo. Cuando se acercaba la fecha de declaraciones, del juicio», que ha tardado dos años y nueve meses en celebrarse, «ha vuelto a hacerse pis, he tenido que volver a dormir con mi hija», dice Emma. Idéntica situación vive María, su niña «tiene pesadillas, ayer mismo -por el viernes- gritaba «¡no, no, no! Se tira del pelo. Se autoagreden. Es una herida que no se cierra«.
Traen a la conversación cómo en un bar reunidas con madres de las otras víctimas «tuvimos que escuchar que íbamos a por el dinero, ¿tú crees que la indemnización va a cambiar todo lo que han sufrido y lo que sufrirán?». Un dinero que oscila entre los 30.000 y los 20.000 euros para cada víctima. Ya nadie podrá devolverles su vida, esa espontaneidad, esa relación cómplice con sus madres. Las niñas siguen envueltas «en una mezcla de vergüenza, culpa por hacernos daño a nosotras, ‘¡cuánto te estoy haciendo sufrir, mamá!’». Y ellas están aprendiendo a construir otro tipo de relación con sus hijas, a ser muy pacientes, «siempre tienes que pensar que detrás de reacciones desmesuradas está ese trauma«. También están pasando el duelo por esas hijas a las que Pedro «les destrozó su inocencia, su alegría, esa sonrisa…».
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