La idea de una nueva moción de censura del PP contra Sánchez ha llegado por varias vías al escenario político. El naufragio popular en Europa, que ha sido calificado de «ridículo» por el primer analista del primer periódico catalán, señala claramente la oportunidad de celebrar una solemne ceremonia de confrontación para que Feijóo intente al menos una improbable recuperación. Incluso algún periodista de cámara de FAES ha sugerido, en términos extraños, el recurso a una moción de censura, no tanto para que la gane la oposición sino para que Feijóo salga del pozo. Entre las bondades históricas que tales mociones han proporcionado, el sugeridor mediático de tal decisión menciona la desaparición definitiva del enredoso Hernández Mancha, tesis que parece ser una especie de invitación a Feijóo a que aclare su posición vacilante, que empieza a cansar a sus conmilitones, sobre todo a aquellos que esperan pacientemente a que el PP llegue al poder para obtener la recompensa que les corresponde. De cualquier modo, Feijóo se ha apresurado a pedir a los socios del gobierno Sánchez que lo abandonen… a pocos minutos de que estos refrendaran sus planes económicos.
El propio Sánchez, preguntado al respecto, ha respondido con ironía que estaría bien que Feijóo se animase a provocar la moción —es el único partido que puede hacerlo en solitario porque tiene los 35 diputados imprescindibles (la décima parte de los del Congreso)— porque así al menos cabría la posibilidad de que Feijóo esbozase unas líneas programáticas, cosa que no ha hecho hasta ahora.
La anterior moción de censura presentada por Vox, con Tamames de candidato, en marzo de 2023, fue tan esperpéntica que cualquier aspirante debería tentarse la ropa antes de proponer una ceremonia parecida, condenada de antemano al fracaso y sumergida en un mar de dudas ideológicas. Sin embargo, en teoría siempre es defendible la posibilidad de convencer a un auditorio por la palabra, aunque nuestras Cortes están demasiado curtidas para dejarse seducir fácilmente.
En realidad, quien proponga hoy una moción de censura como una maniobra política encaminada a agitar el árbol de la legislatura y tratar de provocar un cambio más o menos súbito no es consciente de la situación política en que nos encontramos. Ya no debería ser necesario repetir que la gran disyuntiva española y europea de este momento no es la que se pueda establecer entre la derecha y la izquierda: el dilema consiste en apoyar o no la participación de la extrema derecha en el gobierno. La dicotomía sobre la que se pronuncian hoy los ciudadanos en las urnas es la establecida entre quienes quieren evitar a toda costa que la extrema derecha neofranquista llegue al poder y quienes están dispuestos a semejante claudicación para conseguir ellos mismos el poder.
Así las cosas, es evidente que el PP tendría hoy grandes dificultades para reunir a una mayoría, ya que las dos minorías nacionalistas conservadoras que históricamente han sido báculo del PP no se suicidarían poniéndose ahora en manos de una coalición ultra que pretende regresar al estado unitario. Es cierto que la ciudadanía española ya ha posibilitado gobiernos de coalición autonómicos y locales entre PP y VOX, pero no es lo mismo la gestión de los entes territoriales que la definición y el rumbo del Estado. La inmensa mayoría de los españoles no comulga con tesis machistas, xenófobas, racistas ni centralistas. NI con quienes las enarbolan.
En definitiva, el problema que tiene el PP —y con él, el país entero— es la existencia de una minoría ultra que condiciona los equilibrios políticos. El problema no es solo español ya que esta lacra se prodiga en Europa, gobierna en Italia y en Hungría (entre otros etados)y crea problemas que alguna vez habrá que resolver expeditivamente (Orban juega con fuego: el club comunitario empieza a estar harto de sus marrullerías constitucionales y de sus amistades peligrosas). De momento, habrá dos comisarios de derecha extrema en Bruselas, ya que no había otro modo de avanzar sin romper prematuramente la unidad de los 27 que, de momento, es irrenunciable. Es una lástima que la derecha democrática española no haya entendido todavía el fondo de la situación y que, en lugar de moderar el guirigay europeo, lo aderece con nuevas piruetas de saltimbanqui.
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