La violencia de género ha sido y sigue siendo una de las manifestaciones más claras de la desigualdad, subordinación y de las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, según el Gobierno.
Este tipo de violencia, que puede tener muchas formas, se ejerce sobre las mujeres por parte de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones de afectividad. Es decir, parejas o exparejas cuyo objetivo es producir daño y conseguir el control sobre ellas.
Mujeres de cualquier estrato social, nivel educativo, cultural o económico pueden ser víctimas. También las mujeres bisexuales. l Periódico de España recoge el relato de dos de ellas.
Noelia, 29 años
Noelia quiere visibilizar que las mujeres del colectivo LGTBI+ también sufren violencia de género. Ella es una superviviente. Lo sufrió muy joven, algo que cada vez es más frecuente. Según Estudio longitudinal sobra la Evolución de la Violencia contra las Mujeres en la Infancia y Adolescencia en España (2018-2022) de ANAR, como que la violencia de género ha crecido un 87,2% en el caso de adolescentes y un 87,7% en el entorno. La edad de las víctimas es cada vez más temprana.
Independiente y de carácter fuerte, cree que a priori puede no ser ser el tipo de persona en la que se piensa que pueda sufrir violencia de género. Su historia a cuando tenía unos 17 años y conoció a un chico en un bar. O más bien coincidió con ese chaval. Lo conoció después, tras recibir tres mensajes suyos en tres redes sociales diferentes. En el primero le preguntaba si era la chica a la que había dado con un palo de billar mientras jugaba a los dardos; en el último constaba que sí.
A sus amigos esto no les pareció raro. Al revés: el chico mostraba interés. ¿Qué había mejor que eso? Así que accedió a quedar con él. Las primeras citas eran en la biblioteca preparando la selectividad. Él era tres años mayor y estaba estudiando el bachillerato nocturno. Ella compaginaba sus estudios con un trabajo.
«Uno de los primeros acontecimientos un poco feos que se produjeron fue al empezar a salir. Habíamos pasado un fin de semana juntos y yo le había dejado unos apuntes de Georgrafía, mi último examen. Cuando fui a recuperarlos a su casa, porque no me contestaba el móvil, me abrió su madre. Él estaba durmiendo. Me fui y ella le despertó halagándome. Pero él se empezó a enfadar. Me mandó una fotografía de una calle cualquiera y me dijo que estaría allí esperándome para irnos. Me costó identificarla. Cuando llegué, ya tarde, el nivel de agresividad verbal era grande», asegura.
Se subió al coche con él, pero en un momento dado le amenazó con bajarse. Él le llamó puta y ella le dio un manotazo. Ese primer golpe con la mano de Noelia le sirvió de excusa para agredirla durante los varios meses que duró la relación.
Le perdonó muchas veces. Le perdonó aquello al excusarse con el estrés de los exámenes. Le perdonó cuando le montó una escena de celos por sus amigos, o por hablar con clientes en el chiringuito de un parque público donde trabajaba en verano.
La dejaba noches sin dormir porque las conversaciones terminaban con un «no me demuestras lo que me quieres». «No sé muy bien cómo fue, pero estas conversaciones empiezan a ser un poco más intimidantes. De hecho, un día me dice que ha recibido una fotografía en la que aparezco desnuda en un coche y que como no haga lo que él quiere, la va a publicar y a pegar por mi pueblo y por mi universidad. Yo ni siquiera sabía si esa imagen existía o no», relata.
«Le digo que eso es delito -prosigue- y me responde que me estoy portando muy mal. Llegué a pensar que estaba haciendo algo mal, por lo que tenía que pedir perdón. Pero, a la vez, en mi cabeza sabía que ahí las cosas no estaban funcionando bien, solo que ya no sabía ni en quién confiar ni hablar». La había conseguido aislar lo suficiente. Le había hecho dudar de su familia, de la gente que conocía, de cualquier amigo, especialmente varón.
Porque, si hablaba con chicos, se la liaba. «Mi definición es que yo era una puta porque había tenido relaciones anteriores. Me obligaba a contarle cuántas y con quién. Si no me acordaba, me decía que le estaba engañando», relata. Esto en conversaciones telefónicas. Todos los días las tenía que tener.
En una de estas lo quiso dejar, pero él empezó a enviarle fotografías que esta vez sí eran reales: «Por ejemplo, una en la que estaba durmiendo con la camiseta alzada y se me ven las tetas, u otra en la que me estoy metiendo en la ducha desnuda. La había conseguido hacer metiendo el móvil en la rendija de la puerta. Decía que esas fotos eran de ser una puta guarra y que las iba a publicar», prosigue. También le amenazó con arruinar la vida de la gente que conocía en la universidad. Sabía quiénes eran muchos.
Hubo muchos intentos de dejarle. Muchas visitas a Madrid -alguna en la que no estaba invitado- en las que la agredía y la forzaba a mantener relaciones sexuales. La violaba. Las agresiones físicas cada vez eran más fuertes.
Su madre empezó a darse cuenta de que algo pasaba cuando en una de estas la vio por primera vez con maquillaje, intentando taparse los moratones. Un disgusto hizo que se intoxicara con pastillas.
Al final consiguió dejarlo. Él insistió mucho en que la perdonara. «El 5 de noviembre, con más de 300 llamadas perdidas desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde, con más de 20 mensajes de texto y otros miles en Whatsapp, todos sin contestar, sabía que se presentaría en la puerta de mi casa. No quería abrir y necesitaba ayuda. Conseguí pedírsela a la portera del edificio. Le conté por encima lo ocurrido. Había cogido confianza con ella en el tiempo que llevaba en el edificio. Ella sabía de lo que hablaba. Me dijo que llamase a la policía pero que, si no me atrevía, le avisara a ella. Me subí a casa, me puse los cascos y música, y no sé que hora sería… sonó el timbre».
Nunca le abrió. Llamó a la portera, que le ayudó con su marido, y después a su madre. Ahora, como superviviente, da charla en institutos a chavales donde cuenta esta historia. Su objetivo es que nadie más tenga que pasar por esto.
Almudena, 51 años
Almudena no se llama Almudena. Tiene otro nombre que no quiere que aparezca aquí. Su historia se remonta a hacer tres décadas. «Empezamos a salir cuando yo tenía 21 años y hasta los 28. Todo fue daño psicológico y empezó con lo de ‘no me gusta que des dos besos a tus amigos chicos cuando los veas’. Y te sientes halagada. No te das cuenta del lío en el que te estás metiendo», explica.
«Me presentó a su familia en una emboscada, cuando llevábamos menos de un mes. Me llevó a la puerta de su casa y allí me estaban esperando todos (son familia muy numerosa) para celebrar un cumpleaños. Me introdujo a la fuerza una familia en la que se había normalizado las faltas de respeto, entre sus hermanas y sus parejas, entre su madre hacía su padre», relata.
Su hermana pequeña necesitaba clases particulares y le pidió que la ayudase: «Los fines de semana se las arregló para que no quedásemos con mis amigos: salíamos con su hermano, con su primo y sus parejas. Sin darme cuenta, me había aislado. Mis amigas eran unas guarras, o eran una mierda de amigas. Así hizo que dejara de salir con ellas».
«También siguió hablándome mal de mi familia, diciendo cosas como que eran como Los Simpson. Ingresaron a mi padre, pero me dijo que no podía salir a la calle sola, que tenía que salir con él y cuando él me dijera. Esperaba a que él saliera de trabajar para poder ir a verlo», prosigue.
Cuando ella no quería salir con su pareja porque estaba cansada, él se dedicaba a dar vueltas alrededor de su bloque con su moto. «Llegaba a mi casa hecho un energúmeno. Me decía que se cabreaba solo por el camino y que lo tenía que pagar conmigo. La frase que más oía era: ‘Desgraciada, te voy a reventar la cabeza'».
Le controlaba la ropa. Ahora mira las fotografías de aquella época vestida de negro, un color que siempre le ha gustado, pero que para entonces iba en prendas abrochadas hasta arriba. El pelo lo llevaba muy corto, «con un peinado muy antiguo». Cambió a su versión más oscura para prevenir los celos que él sentía hasta cuando se metía en un autobús demasiado lleno.
Celos que se expandían como virus a unos y otros hombres. Hasta a su propio hermano. O a un sobrino de seis años al que le prohibió darle besos a su novia si no quería que le «reventase la cabeza». También estaba obsesionado con su exnovio.
Lo que sí consiguió Almudena es que nunca le tocase sexualmente. «Yo lo que hacía era ponerme una especie de protección. Me ponía dos bodies que eran como corsés», explica.
Cuando al fin le dejó, el primer día que salió a la calle el ambiente le olía muy distinto. A limpio. «Me dio una sensación de libertad, aun con las presiones y amenazas como que me iba a prender fuego». Años después, casada con su marido y teniendo a sus hijas, seguía temblando aterrorizada al verle. Hasta que un día lo vio en un centro donde trabaja y ese sentimiento desapareció.
«Nunca en la vida había conocido a alguien así, pero llegas a normalizar tanto ese trato que no ves la diferencia entre lo bueno y lo malo. Y no es que te quieran, es que eres de su propiedad. Eres algo que solo ellos pueden hacer daño, que solo ellos pueden cuidar, que solo ellos pueden querer. El resto no puede hacer nada de eso», concluye.
Pide ayuda
El 016 atiende a las víctimas de todas las violencias contra las mujeres. Es un teléfono gratuito y confidencial que presta servicio en 53 idiomas y no deja rastro en la factura. También se ofrece información a través del correo electrónico [email protected] y asesoramiento y atención psicosocial mediante el número de Whatsapp 600 000 016. Además, los menores pueden dirigirse al teléfono de ANAR 900202010.
Las víctimas de maltrato sordas, con discapacidad auditiva, ciegas o sordociegas pueden llamar al 016 con 900 116 016, SVisual, ALBA, Telesor, ATENPRO y la app PorMí. Todos los recursos contra la violencia de género.