En pleno apogeo de la planificación estatal soviética, en 1954, el zoólogo ruso Nikolai Vereshchagin publicó el libro ‘Los mamíferos del Cáucaso’, en el que reflejó años de investigaciones sobre la evolución de las especies animales en esa zona durante los últimos 11.000 años. Señaló en el texto las decenas de especies desaparecidas por diversas causas, entre ellas la «caótica actividad humana».
Aquel relato, que comenzaba detallando las diferentes especies reflejadas en las pinturas prehistóricas –mamuts, tigres, gacelas, uros…–, gustó tanto a las autoridades comunistas que dieron al investigador ‘luz verde’ para que intentara cumplir su afán por recuperar la fauna perdida, rehacer los ecosistemas y revitalizar el paisaje.
El Cáucaso, una encrucijada biogeográfica, alberga una biodiversidad excepcional, que incluye especies endémicas de flora y fauna. En esa región, la interacción entre ecosistemas de Europa, Asia Central y Anatolia, ha tejido una delicada red ecológica que, al ser alterada, puede tener consecuencias desastrosas.
Pero la Unión Soviética de mediados del siglo XX promovía proyectos ambiciosos que buscaban tanto el desarrollo económico como la ‘reconfiguración’ de la naturaleza para adaptarla a las necesidades humanas.
La idea del zoólogo coincidía con aquellos objetivos: proponía introducir animales exóticos en aquella zona, que incluye territorios de Azerbaiyán, Armenia y Georgia, para ‘enriquecer’ la fauna local y diversificar la economía rural mediante la caza y la industria peletera.
El proyecto, aunque innovador, terminó causando estragos ambientales de magnitud colosal. Uno de los ejemplos más notorios fue la introducción del coipú (Myocastor coypus), roedor sudamericano apreciado por su piel, cuya presencia alteró irreversiblemente el equilibrio ecológico de la región.
Vereshchagin selecciono al coipú por su capacidad de reproducción rápida y su adaptación a entornos húmedos. Según los registros históricos, se liberaron 213 ejemplares en los humedales de Azerbaiyán, con el propósito de establecer colonias autosuficientes.
Daño eecológicoenorme
Los coipús, que pueden pesar hasta 10 kilogramos, se reproducen rápidamente: las hembras son capaces de dar a luz hasta tres veces al año, con camadas de cuatro a cinco crías. En ausencia de depredadores naturales, su población creció exponencialmente en el Cáucaso: cinco años después de su introducción, ya había entre 400 y 500 ejemplares.
El experimento de Vereshchagin no solo involucró la introducción de nuevas especies, sino también la eliminación de depredadores naturales, como lobos y chacales. En ese momento, estas especies eran consideradas una amenaza para la ganadería y la caza, por lo que su erradicación se justificaba bajo la lógica de maximizar los beneficios económicos.
Este enfoque, sin embargo, agravó el problema al eliminar los pocos controles naturales que podían haber limitado en aquel momento la expansión de los coipús.
Los esfuerzos para controlar el impacto de esa especie incluyeron ‘medidas biotécnicas’, como la caza masiva de predadores y el manejo de su hábitat. Sin embargo, estas acciones fueron insuficientes y a menudo contraproducentes. Tampoco la caza resulto eficaz por la dificultad para capturar a los coipús y su rápida reproducción.
Así las cosas, en la actualidad su presencia en humedales de Azerbaiyán, Armenia y Georgia es tan común que no hay humedales en los que no se vean huellas de coipús. Se cuentan por decenas de miles.
El daño ecológico asociado a esta especie invasora ha sido enorme. Los coipús consumen grandes cantidades de vegetación acuática, lo que provoca erosión en los humedales y destruye hábitats cruciales para las aves acuáticas y otros animales autóctonos.
Aunque no depredan directamente sobre otras especies, la presión sobre los ecosistemas ha reducido la diversidad biológica, afectando tanto a especies endémicas como a migratorias. Además, han alterado las cadenas alimenticias locales.
Y ahora en España
El caso del Cáucaso no es único. Experimentos similares en otras partes del mundo, como la introducción de conejos en Australia o mangostas en Hawái, han demostrado los riesgos de manipular ecosistemas sin un análisis profundo de las posibles consecuencias.
Sin embargo, lo que hace particularmente grave el caso de los coipús es su impacto en una región de alta biodiversidad, reconocida como un ‘hotspot’ o ‘punto caliente’ de la biodiversidad (zona que cuenta con gran diversidad vegetal y animal) por la ONG ambiental americana Conservation International.
Pero es que la expansión de los coipús no solo ha afectado a la flora y fauna, sino también a las comunidades humanas que dependen de estos ecosistemas para su sustento.
El legado del experimento de Vereshchagin es una advertencia sobre los riesgos de la intervención humana en la naturaleza. A pesar de las buenas intenciones, la falta de planificación adecuada y el desconocimiento de las dinámicas ecológicas desembocaron en un desastre ambiental cuyas consecuencias siguen siendo evidentes ochenta años después.
La historia del coipú en el Cáucaso está empezando a repetirse ahora en España. Llegó hace unos años a Cataluña y se ha multiplicado hasta convertirse en una auténtica plaga. Solo en Girona se estima que hay más de 2.000 coipús. Y ya se han detectado ejemplares en ríos de Navarra y el País Vasco, así como en el Guadalquivir y Portugal.
Se cree que los coipús fueron introducidos en la Península Ibérica como animales de cría para la industria peletera. Ya se han activado medidas de control. El trampeo parece el método más efectivo. Lo fue en Gran Bretaña, donde se logró erradicar a esta especie después de sesenta años y tras haber alcanzado los 200.000 ejemplares.
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