Que a uno le inviten a impartir una conferencia puede ser un engorro. A veces ya no se sabe ni de qué hablar. Curiosamente, desde hace unos años, me he dado cuenta de que casi nadie se ciñe al título de la intervención, como si el intelectual fuera un político encargado de dar el discurso de turno.

Si se mira internet, el intelectual asume también la función del tertuliano. Hay personas que se prodigan tanto en medios, podcast y otras esferas que a menudo me pregunto de dónde sacan el tiempo para reflexionar. Cuanto uno más se expone, más riesgo se corre a que su intervención sea repetitiva. O, peor aún, que no acabe de alzar el vuelo de los simples tópicos.

Recientemente he asistido a dos clubes de lectura. He de confesar que en muy pocas ocasiones declino la invitación, no tanto porque sean pocas -que lo son, apenas una o dos al año– como porque intento aprovechar la oportunidad de exigirme una lectura o relectura.

Lo normal es que el libro propuesto sea siempre un clásico. A veces terminas hablando de otro, recomendando caminos adyacentes. Para quien goza del vicio de leer, como un dipsómano su copa, no existe placer más grande que compartir con el prójimo sus descubrimientos.

Pues bien, en estas últimas invitaciones he tomado más conciencia de esa idea de Italo Calvino que tantas veces he comentado y de la que he tomado conciencia más vívida en este mes de noviembre: que un clásico siempre es nuevo; que un clásico nunca se relee: siempre sorprende, como cuando se abrió por primera vez.

“Atticus es un modelo de esa integridad que hoy hace falta y que si existiera nos hubiera ahorrado muchas tormentas”

He hablado, por un lado, de autores rusos, para lo cual revisé algunos libros y notas tomadas. Recomendé a alumnos y profesores abalanzarse sobre La muerte de Ivan Ilich y sobre Resurrección, de Tolstoi. Se me olvidó hablar de Doctor Zhivago, cuya lectura recuerdo catártica.

Más ligera, indudablemente, es la novela americana. Pero me cayó en suerte volver a la famosa obra de Harper Lee, Matar un ruiseñor, y me acordé de que de pequeño -y aun de mayor- quise ser Atticus Finch. Es un modelo de esa integridad que hoy hace falta y que si existiera nos hubiera ahorrado muchas tormentas.

En mi relectura confundía las imágenes del famoso filme de Robert Mulligan. Y es verdad que, desde su estreno, Atticus siempre tendrá la figura austera, pausada y profunda de Gregory Peck. Siempre le veremos con las gafas y el flequillo. La novela, a mi juicio, es mejor; más completa y ofrece claves que en la película desaparecen.

Matar un ruiseñor, además, se sitúa en el momento de la historia americana que no ha perdido actualidad con el auge de lo woke, ese despertar que pretende generalizar la conciencia de culpa y busca remediar las injusticias, en primer término, las raciales.

Pero tampoco ha dejado de tener vigencia el canto a la tolerancia y concordia que constituye la novela. Atticus es un auténtico demócrata porque cree en la igualdad ante la ley y defiende que no puede haber diferencias de ningún tipo cuando de lo que se trata es de votar o ser juzgado. Pero reclama, asimismo, el derecho de cada uno a llevar la vida que considere oportuna.

Por esa razón, no enjuicia; más bien, empatiza. Y es esa cordialidad con el conciudadano la virtud que enseña a sus hijos, especialmente a la díscola Scout, a quien repite insistentemente que una comunidad no arraiga cuando las personas son entrometidas o criticonas, sino cuando uno se propone ver el mundo desde la perspectiva del otro.

También es, no cabe duda, una novela de aprendizaje, de formación, en la que maduran los hijos de Finch, la sociedad de Maycomb, el misterioso Bob, los propios negros y otros personajes. Aunque está escrito desde la perspectiva de la niña -y no es menor el logro que supone mantener esa voz a lo largo de todas las páginas-, lo cierto es que despliega una serie de recursos que hacen muy inteligente la narración.

“Una comunidad no arraiga cuando las personas son entrometidas o criticonas, sino cuando uno se propone ver el mundo desde la perspectiva del otro”

Harper Lee, amiga de Capote, abordó muy bien el problema de la herencia racial, el desprestigio del sur rural y la irrupción del norte, más industrial. Maycomb es una ciudad de Alabama algo polvorienta, en la que pasa el tiempo muy lentamente, como si hubiera llegado su ocaso.

La prohibición de matar a los ruiseñores es una buena metáfora para indicar la manera en que, a veces, nuestros actos golpean los derechos, las libertades o la dignidad de los demás. Y, a decir verdad, aparecen muchas aves musicales: Robinson, el acusado, formal y respetuoso, pero desesperado; Radley; la propia inocencia de Scout, el propio Atticus.

De acuerdo con algunos intérpretes, este último ha sido idealizado hasta el extremo. Y es posible que no captemos sus contradicciones porque queda resaltada la coherencia entre sus convicciones y su forma de actuar. Tiene algo del siervo sufriente de la Biblia, como si fuera el encargado de sobrellevar los pecados del mundo.

Harper Lee era consciente de que la lucha racial no era batalla de un día. Por eso, aunque es violento el final de Robinson, Atticus se queda con el avance que supone el juicio. A todo el mundo le queda claro quién es culpable y quién inocente. Y no puede haber otro comienzo más adecuado para cambiar profundamente las cosas.

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