Tenemos una sociedad que, no se sabe muy bien por qué, suele celebrar cuando se cumple un múltiplo de 5 años de algún acontecimiento, especialmente, si son 25, 50, 75 o 100 años.
Por eso hoy no toca hablar de política o políticos; hoy vamos a aparcar, por un instante un año convulso de nombres propios relacionados con ello, casi siempre para mal, Milei, Putin, Netanyahu, Kamala Harris, Donald Trump, o en nuestro país Abascal, Feijóo, Ayuso, o recientemente Mazón.
En esta ocasión el nombre propio tiene que ver con la música y los sentimientos.
Porque en una noche fría del 17 de noviembre de 1999 25 años atrás, caía abatido en un portal de una calle del centro de Madrid Enrique Urquijo.
Ese fatídico día se quebró como un juguete roto. Estaba solo o quizás con una mala compañía y a muchos se nos heló el corazón al enterarnos. A todos aquellos que admirábamos su música, la poesía de sus letras a veces amargas como la vida misma, impregnadas de soledad y amargura. Un chico triste autor de canciones tristes.
Canciones de amor pero especialmente de desamor, llenas de poesía, de pasión salidas de lo más profundo del ser humano, de esos terrenos que hoy apenas nos atrevemos a pisar. Caricias hechas canción, cataratas de emociones que te hacían sentir y al mismo tiempo vivir, cuando él estaba dejando de hacerlo.
Pero también nos dimos cuenta de que perdíamos a un compañero de viaje en esto del vivir de manera especial, a un amigo. Alguien que entendía lo que hemos sentido en numerosas ocasiones, que era capaz de transformarlo en letras, en canciones que te llegaban muy dentro.
Esas que nos habría gustado componer: “Volver a ser un niño”, “Cambio de planes”, “Quiero beber hasta perder el control”, “La calle del olvido» y que forman parte ya de la banda sonora de las vidas de una parte importante de aquella generación.
Ahora la mayoría de los jóvenes no lo conocen, quizás sus canciones hoy suenen demasiado densa, complejas, melancólicas en un momento que se impone la música de usar y tirar, igual que las relaciones humanas. Puede ser que les atemorice porque activan sensaciones casi desaparecidas.
Le recordamos quienes alguna vez hemos imaginado ser cantante de un grupo de rock como lo fue mi hermano pequeño Javi, caído como él. ¿Por qué no imaginar a Enrique haciéndole los coros, como lo hicimos tantas veces en aquellos años 70 y 80 gloriosos?.
Enrique se nos fue, nos hemos quedado huérfanos del hermano músico pero nos queda su obra, ésa que te hace despertar en medio de un mundo oscuro con la pena de no poder escucharle nuevas historias surgidas de lo más profundo.
Aún nos acompañan en los viajes, o en las tardes de otoño como ésta y quizás lo sintamos cerca. Es probable que allí donde esté haya montado un grupo con otros ilustres como Antonio Vega o Antonio Flores, con aquellos creadores de una generación injustamente machacada por una cruel pandemia.
Probablemente sigan componiendo juntos, seguro que serán los que animan a seguir luchando por esa manera de vivir con los sentimientos activados. Heterodoxos, indomables, libres, frente a la incomprensión de quienes sólo valoran lo vulgar, lo que “vende”, el éxito por encima de la calidad, de la verdad. Ésa gentes que no tiembla de emoción al escuchar “Una tarde gris”.
Nuestro “amigo” nuestro “compañero de viaje”. Enrique Urquijo seguirá vivo mientas sigamos vivos los que aún escuchamos y somos capaces de sentir su música, cada vez menos. Nos seguirá acompañando en nuestros bajones, en los momentos de penumbra, pero también nos levantará el ánimo, nos hará un poco más felices al comprender que no somos los únicos.
¡Qué pena que se vaya la buena gente y se queden los canallas!
Enrique Urquijo, te recordamos, te echamos de menos, y quizás como tú decías: “seguimos siendo chavales ordinarios, que nos volvemos vulgares al bajarnos de cada escenario”. Cada uno de un tipo de escenario diferente.
El mejor homenaje que te podemos dedicar ahora es escucharte, saborearte despacio como te gustaba a ti. Por eso suena en mi tocadiscos “Una tarde gris”.
José Luis Úriz Iglesias.