En mi opinión las necrológicas no son lugar para llamar estúpido a nadie bajo el pretexto de una supuesta intimidad espiritual con el fallecido. Es una forma repugnante de apropiarse simbólicamente durante dos o tres minutos del brillo, la autoridad o la bonhomía del muerto. Ni siquiera hay que llamar estúpida a la gente para devolver favores. José Miguel Pérez fue un hombre honrado, honesto y digno y dio sobradas pruebas de ello en su corta –pero intensa – carrera política. Pero después de brindar algunos buenos servicios públicos la política lo derrotó. La derrotó encarnada –como siempre –en amigos y enemigos íntimos. Solo un hombre derrotado por la política decide largarse año y medio después de finalizar su etapa (cuatro años) como vicepresidente y consejero de Educación y Universidades. No completó su mandato como secretario general del PSOE canario y prefirió dimitir en noviembre del 2016. Y es que meses atrás lo perseguía una jauría no precisamente amable ni pequeña. 56 miembros del comité regional de los socialistas –casi la mitad del máximo órgano de dirección entre congresos –exigieron una reunión extraordinaria para analizar su gestión del partido desde 2013. Porque, asombrosamente, Pérez no había sometido esa gestión a la crítica de sus compañeros, tal y como exigían los estatutos del partido. Hay que ser muy desmemoriado para olvidar las malicias, chismes y descalificaciones que se vertían sobre Pérez nada más perder el poder político, y en particular, desde otoño del 2016. En septiembre había formado parte de la mitad del comité ejecutivo federal que dimitió para propiciar la caída de Pedro Sánchez. Lo consiguieron. Esa combinación de circunstancias – una ausencia crónica de verdadera dirección política, sumarse a la conspiración contra Sánchez sin una consulta con la militancia de las islas, el haber pactado con Coalición, cosa que algunos, disparatadamente, no le perdonaron jamás – propiciaron su creciente difuminación. El día de su dimisión como secretario general Pérez afirmó incluso que, si hubiera podido hacerlo, habría dimitido nada más salir del Gobierno. Estaba muy contento.
José Miguel Pérez fue un político de emergencia. Para ser un político entregado a las miserias y canalladas de la esfera pública siempre la faltó una cosa: una ambición indestructible por el poder. Pérez entendía perfectamente el fenómeno incandescente del poder pero, para hablar claro, no estaba dispuesto a dejarse la vida ni las convicciones básicas para obtenerlo y conservarlo. Y sin embargo fue un político útil para su partido porque, en un momento crítico para el PSOE, era exactamente lo que el PSOE necesitaba. Después de un brillante aparatista como Juan Carlos Alemán y de un líder fallido que prefirió lucirse en Bruselas antes que resignarse a Canarias, como Juan Fernando López Aguilar, convenía un político próximo pero alérgico a la demagogia, diligente pero no atropellado, pactista, nada farandulero y más aficionado a los hechos que a las opiniones, como buen historiógrafo que era. Una vez cumplida la función y puesto en marcha la transformación del PSOE que se ha venido a denominar el sanchismo, Pérez resultaba absolutamente prescindible para la élite socialista local (alcaldes, presidentes de cabildo, diputados, senadores). Como sabía lo que le esperaba dimitió como secretario general y volvió a su cátedra de Historia Contemporánea. Pero no fue un líder acuchillado, sino un hombre que no quiso y quizás no supo nunca convertirse en un líder, y al que, para colmo, le tocó gobernar en medio de la que realmente fue la peor crisis económica que ha padecido Canarias desde la posguerra: la que estalló en 2008 y se agudizó en los tres años siguientes, cuyos destructivos efectos no remitieron hasta mediados de la siguiente legislatura. Años en los que no se pudo emprender ninguna gran reforma universitaria, sino poner un plato de comida a todos los alumnos en los comedores escolares. Lo que quedará del profesor Pérez son sus libros y artículos que también pueden leerse, por cierto, sin llamar idiota a nadie.
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