Mis abuelas profesaban una devoción especial por el agua de lluvia. Ambas guardaban en sus respectivos cuartos de pilas, que estaban en las azoteas, unos enormes barreños de zinc que se sacaban al exterior cuando los nubarrones presagiaban lluvia; la predicción del tiempo entonces era casi una intuición, no una certeza como ahora. Decían que el agua de lluvia era muy buena para lavarse el pelo, que lo dejaba suelto y brillante; y tenían razón, porque su pH es casi neutro y bajo su contenido en sales minerales. Supongo que a mí me lo lavaron con ella alguna vez, pero no lo recuerdo; sí recuerdo el trajín de los barreños e incluso el empeño en no recoger o tirar las primeras aguas, porque eran menos puras que cuando ya llevaba lloviendo un rato. También decían que era buena para el remojo y cocción de las legumbres y para lavar la ropa negra. Después de todo, la costumbre de almacenar agua llovediza es muy antigua y los métodos para hacerlo mucho más sofisticados que los barreños de mis abuelas.

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