Una medalla de plata siempre desprende un doble aroma, el de la euforia por ser el segundo mejor en algo entra en colisión con el de la frustración de ser el primero de los perdedores. Carlos Alcaraz eligió enseguida en París cuál iba a ser el modo de digerir la derrota contra Novak Djokovic en la final olímpica, repartiendo sonrisas y ninguna mueca de disgusto, ponderando el valor de lo conseguido y también la monumental cosecha del verano, sumando esa medalla a las victorias en Roland Garros y Wimbledon.

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