Él nunca habría confundido persona y personaje, entre otras cosas porque sabía latín –eran famosas sus brillantes intervenciones en Sala citando a Papiniano o a Cicerón con verdadera pasión intelectual– y sabía, por tanto, que persona significa máscara y que con esa máscara vamos por la vida y nos defendemos de sus trampas. En todo caso, él habría hablado de carácter y personaje porque siempre fue un ejemplo de que ambos –carácter y personaje, repito– eran lo mismo. Fueron en él, lo mismo.
Ramon Riutord apareció en la vida pública de la ciudad cuando cada vez quedaban menos personajes y ya no se podía escribir en Palma una novela barojiana. Si no el último, fue uno de los últimos personajes palmesanos que ha habido, y supo crear una atmósfera a su alrededor que en algún momento –los tiempos de Trui, los renovados de El Patio, con postdata en el Harry’s de Zagranada– le otorgó un cierto tinte mítico. Esta será siempre una de sus herencias. Pero esa atmósfera era verdad, no impostura; esa atmósfera era hija de su carácter –como su personaje– y cuando en aquellos años repartía su tarjeta de abogado penalista –color rojo sangre y con el lema ‘mate y venga’– era el mismo que cuando disertaba largamente entre múltiples muecas faciales con dialéctica aplastante y broncos acelerones. A veces desde lo solar y luminoso –y ahí su interlocutor agradecía el festival–; otras entre sombras baudelairianas –y ahí su interlocutor desaparecía de la faz de la tierra–.
Tenía Ramon Riutord un aire a Serrat que gustaba mucho a las chicas y complementaba cantando estrofas de La Chanson en la mesa de un restaurante o en la barra de un bar. Tenía una cosa entre James Stewart y Gregory Peck que lo ennoblecía y al mismo tiempo una atormentada nostalgie de la boue que le ensombrecía el rostro y la cita de Gil de Biedma aquí no es casual. Agradecía el hecho de estar vivo haciéndolo apasionadamente y lo hacía tanto en la arrolladora exposición de un caso, como en su generosidad con los demás cuando la consideraba necesaria, o en su forma de vivir el amor. O sea, la pasión. Y en las tres cosas lo público no era un elemento más, sino el medio donde ser; de ahí que fuera, insisto, un personaje sobre el que muchos de nosotros podríamos escribir, desde la simpatía, algún capítulo de su novela particular. Poseía inteligencia y sentido del humor y por altas que fueran las horas de madrugada, no perdía pie. Como era hombre de otro tiempo, se lo impedía tanto el sentido del ridículo como su noción de respeto.
Fue un llanero solitario, no un miembro del club Pickwick: nunca se escondió en el grupo, ni fue hombre malediciente y los peligros, los afrontaba solo. Alto y un punto desgarbado de brazos, pisaba las calles de la ciudad enfundado en un elegante Príncipe de Gales –camisa blanca y ortodoxa corbata negra de abogado– y una sonrisa que subrayaba su alegría de vivir y encontrarte en cualquier esquina de esa vida. Entonces reforzaba esa alegría con alguna sentencia de la Historia y la sonrisa se ampliaba en su rostro y la luz en sus ojos. Al cogerte del brazo sabías que estabas en territorio amigo y seguro y que eso iba a ser para siempre.
Un fragmento más de nuestro mundo que se acaba, también, para siempre.