Todavía hoy muchas personas desconocen la increíble historia de una de las mayores transformaciones agrarias de España, que llevó entre los años 40 y 50 a casi mil agricultores valencianos y sus familias, la mayoría de ellos de Sueca pero también de otros pueblos de la Ribera Baja de la Albufera y la Huerta Sur, a las marismas del Guadalquivir.
La historia trascendió más allá de los pueblos involucrados a raíz del éxito de la película de Alberto Rodríguez, Isla Mínima, pero con la cosecha del arroz, cada año, se recuerda a través del testimonio de estos valencianos del Guadalquivir que aún viven y sus numerosos descendientes. Muchos de ellos, además, proceden de pueblos que han sufrido las inundaciones de DANA histórica de esta semana.
«Todo era nuevo y salvaje»
Convertir el bajo Guadalquivir en un Nilo del sur de Europa se concibió en 1927 de la mano de unos ingleses y suizos. Ismagsa llegó con maquinaria nunca vista y sembraron arroz de la variedad bellot. La Guerra Civil paró en seco el crecimiento del cultivo, pero en plena contienda, Queipo de LLano optó por cultivar unas 700 ha de arrozal, trabajadas por presos republicanos represaliados.
Según recoge el libro Doñana, todo era nuevo y salvaje, del escritor y periodista, Jorge Molina, Queipo fue quien convenció al olivarero Rafael Beca, para que apostara por el arrozal sevillano. A día de hoy, la avenida principal de Isla Mayor (Sevilla) lleva su nombre. A principios de los años 40, los primeros valencianos vinieron de la mano de la empresa Rafael Beca y Cía. Los pioneros, los primeros colonos eran gente más pudiente, Fernando García Messeguer, Juan Grau y José Viel.
En Isla Mayor, se chapurrea el valenciano, se come ‘arrós al forn’ y el Día de San Rafael, patrón de la localidad, se celebra una cremá
‘Cremà’ en la marismas y un 28F que se celebra con paella
Lo que para unos es sorprendente y desconocido, para otros es muy común. Tan común como que en Isla Mayor, Villafranco en el pasado (para honrar al dictador Franco), y El Puntal; cuando todavía era un páramo infinito de tierra y barro, se chapurrea el valenciano, se come a menudo arrós al forn, y el Día de San Rafael, patrón de la localidad, además de celebrarse el día del cangrejo rojo, se celebra una cremà. Es decir, se quema de una falla.
El cangrejo rojo lo trajo a la Isla un valenciano de América
Cada 28 de febrero, Día de Andalucía, como no podía ser de otra forma, se celebra con paella. «El cangrejo rojo lo trajo a la Isla un valenciano de América precisamente», cuenta Julia Rúa, valenciana procedente de Catarroja.
Un viaje sentimental de ida y vuelta a la ‘terreta’
Alicia Palacios-Ferri (Sevilla, 1995) es de Isla Mayor, pero vive en Valencia. Julia Rúa llegó a El Puntal en 1956, con doce años y hoy tiene 81. Dos mujeres de distintas generaciones, dos historias, sus historias. La primera se ha graduado en Bellas Artes y especializado en fotografía. Una mezcla de motivos académicos y sentimentales le llevó a hacer el camino de vuelta a la tierra de sus abuelos e investigar a través de su tesis, entre otras cuestiones, la increíble historia de los sevillanos de la Albufera valenciana.
Rodeada de fotos antiguas, todavía con fuerte acento levantino y algún deje andaluz, la segunda rememora cómo fueron aquellos años: «Mi tío vino tres años antes. Él se arriesgó mucho. Mi tío vendió todo lo que tenía, su casita, las bestias, un carro que llevaba paja a una central de Valencia. Vino ya con dinero para comprar tierra. Compró 12 hectáreas».
Yo tenía 12 años y mi madre me sacó de la escuela para enseñarme a coser. Al final me apuntaron a una academia a aprender matemáticas y llevaba la contabilidad de la finca
«Les costó mucho trabajo porque primero vivieron en una choza, después, en una casita en medio del campo, hasta que ya en el pueblo consiguieron alquilar una casa para vivir», recuerda. «Mi padre vino de capataz a una finca de 80 ha de un coronel del ejército».
Julia Rúa fue testigo de primera mano del milagro del arrozal sevillano y con él del origen de una cultura mestiza y única que se forjó gracias al trabajo de los agricultores llegados de muchos puntos del país. «Yo tenía 12 años y mi madre me sacó de la escuela para enseñarme a coser, a llevar mandaíllos a una sastrería. Al final me apuntaron a una academia a dar matemáticas y llevaba la contabilidad de la finca», asegura.
Del mar de barro al mayor arrozal de Europa
A Alicia sus tres abuelos que llegaron de Sueca le contaron largo y tendido. El testimonio de su abuelo Antonio Ferri García le ha servido incluso para crear un corto documental, Del Turia al Guadalquivir. La inquietud de su trabajo es contar la historia que hay detrás del paisaje, a través del relato de su abuelo.
«Ellos cuando llegaron se encuentran con un mar de barro. A diferencia de Valencia, lo que se encuentran es con muchísima cantidad de terreno. Ellos venían de trabajar minifundios y de repente se encuentran con latifundios», describe Palacios-Ferri.
Ellos trabajaron codo con codo con personas de las Islas Canarias, de Murcia, Extremadura, de toda Andalucía
Esta valenciana del Guadalquivir, que estudia la etnografía del paisaje que la vio crecer (donde el viento da la vuelta, según los lugareños), finalmente realiza un ejercicio de autoetnografía, pues se está encargando de recuperar y proteger la memoria y el patrimonio sentimental de los colonos y sus familias. «A mí siempre me han destacado la colaboración con gente de toda España, o sea, al final ellos trabajaron codo con codo con personas de las Islas Canarias, de Murcia, Extremadura, de toda Andalucía», añade.
Testigos de la mecanización del cultivo y la revolución en la marisma
Bernardo Botella Fontana tiene 85 años y reside en Coria del Río. Vino con sus padres de Alzira en 1954 y a trabajo más de 60 años en los campos de arroz. «Yo le hablaba a las personas mayores en castellano y ellas me contestaban en valenciano, porque como sabían que yo era valenciano, me contestaban en valenciano», asegura.
Bernardo recuerdo lo que ha cambiado la forma de preparar la tierra, ararla y cosechar el arroz. Para trabajar una hectárea se necesitaban seis o siete hombres, mientras que hoy un tractor puede sembrar fácilmente diez hectáreas al día. Por entonces el arroz se trillaba también a mano en la era.
Julia también lo recuerda perfectamente: «Se araba las tierras entonces con mulos y, posteriormente ya los tractores, pero primeramente con mulos todo. Cuando inundaban las tierras, también con mulos. Con un trineo allanaban la tierra y la ponían planita para que cuando ponían el agua estuviera a nivel. Porque el arroz entra el agua por un sitio y sale por otro. Pero no se pierde porque esa agua vuelve a reciclarse para otra vez entrar», describe con precisión.