En plena campaña contra los transgénicos, cuando ecologistas, consumidores y hasta los mismos agricultores se manifestaban para erradicar el uso de productos genéticamente modificados, la prensa del momento desveló el contenido de uno de los mensajes que la Embajada de Estados Unidos en Madrid había enviado a sus superiores en Washington. El secretario de Estado español de Medio Rural, Josep Puxeu, solicitaba al gobierno estadounidense que presionase para que esas semillas, que producían multinacionales como Monsanto, siguieran comercializándose en Europa. «España nos pide que presionemos a Bruselas a favor de los transgénicos», decía el cable del embajador a sus jefes. Corría el año 2010. «Fue un caso que clamó al cielo», recuerda ahora Miguel Ángel Soto, responsable de Campañas en Greenpeace España.
«El trabajo político por la transición ecológica ha chocado con este problema desde hace décadas», prosigue Soto. Hay sectores, como el energético y el de la industria del motor, pero también el agrícola y el forestal, «que tienen muchos contactos en Bruselas y que, cuando los expedientes están aún abiertos, inciden sobre ellos», afirma el veterano activista. En los últimos dos años ha ocurrido con al menos cuatro normativas comunitarias, que o bien han sido modificadas durante su tramitación para rebajar su ambición climática o directamente se ha aplazado su entrada en vigor. Los movimientos ecologistas lo atribuyen a la presión de los lobis, pero estos aseguran que antes de aplicar algunos de los requisitos previstos en estas normas (algunos de ellos draconianos) se tendrían que prever periodos de adaptación dotados con medios y fondos suficientes.
«Como productores somos los primeros interesados en que no haya ni sequías ni inundaciones, como las que nos han azotado este año, pero creemos que hay que llegar a un equilibrio», argumenta José Manuel Roche, secretario de Relaciones Internacionales de la Unión de Pequeños Agricultores (UPA). «Estamos, pues, plenamente de acuerdo en avanzar de manera dialogada hacia los objetivos de la Agenda 2030 y en el Pacto Verde, pero antes de eliminar determinados productos, deberíamos tener garantizado cómo tratar las plagas o las malas hierbas o cómo combatir las enfermedades ganaderas», prosigue Roche.
Tractoradas en media Europa
El caso más reciente de marcha atrás dado por la Comisión Europea ha sido el de la PAC, la Política Agraria Común. «Ya de entrada, antes incluso de que se empezase a hablar de la reforma del programa, los lobis se opusieron a reducir los plaguicidas y mejorar el bienestar animal, una presión que consiguió que estas dos propuestas legislativas ni siquiera llegaran a ser presentadas por la Comisión a pesar de las promesas anteriores», explica Soto.
Y cuando se acordó finalmente el texto definitivo de la nueva política agraria no tardaron en llegar las movilizaciones, las tractoradas y las carreteras cortadas en media Europa. A las pocas semanas del inicio de las protestas, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, anunciaba una suavización del plan, del que quedaban exentas las explotaciones de menos de 10 hectáreas. O lo que es lo mismo, unos 345.000 agricultores españoles, más del 50% de los beneficiarios de la PAC, se libraron de tener que cumplir los requisitos más exigentes de la normativa, como el de mantener una cubierta vegetal en los campos plantados con arbolado o el de realizar una rotación de cultivos en el caso de los cereales.
«Hay también otras dos directivas, muy ambiciosas ambas, que se encuentran en este momento en un limbo: la conocida como directiva de debida diligencia y la que busca combatir la deforestación masiva en lugares como la selva amazónica», subraya el portavoz de Greenpeace. En el caso de la primera, su objetivo es que las empresas prevengan, corrijan y reparen los efectos adversos en el medioambiente, y también en los derechos humanos, que se originen de sus operaciones, de las de sus filiales, y de las que lleven a cabo sus socios comerciales internacionales. La norma se aprobó definitivamente el pasado mes de julio, después de un largo debate de más de dos años y de sufrir diversos bloqueos. El resultado fue un texto diluido, que, en principio, debería empezar a aplicarse a partir de 2027, «pero ya hay indicadores que han encendido las alertas de que pueda echarse atrás«, denuncia Soto.
Otro proyecto paralizado en estos momentos es la ley que tiene previsto obligar a las empresas a comprobar y demostrar que los productos como el café, el cacao o el aceite de palma que comercialicen en la Unión Europea no provienen de producciones que estén generando deforestación. El pasado 3 de octubre, la Comisión decidió posponer la entrada en vigor de esta directiva, que sentaba un precedente a nivel mundial en la protección de la biodiversidad. Presionada por lobis agrícolas y de la gran distribución, Bruselas decidió retrasarla un año, hasta diciembre de 2025. «Aquí hemos estado de acuerdo ecologistas y agricultores, porque tampoco a nosotros nos interesa que sigan llegando productos de esas regiones, que, además de amenazar la biodiversidad, se cultivan bajo criterios mucho más laxos que los de aquí», apostilla el secretario de asuntos internacionales de UPA.
También reciente, y muy polémica en España, fue la revisión de la directiva de emisiones industriales de 2023. Inicialmente, «la CE presentó una propuesta superambiciosa que bajaba los umbrales para que las explotaciones ganaderas estuviesen bajo esta directiva, pero en el último momento se elevaron esos umbrales y el vacuno sigue exento, como desde 2010 cuando se puso en marcha la directiva». «Eso ha hecho que muchas de las macrogranjas que operan en España puedan seguir haciéndolo sin tener que preocuparse demasiado por sus emisiones contaminantes», señala el ecologista.
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