La escritora Irene Vallejo cuenta, durante su intervención en el foro BBVA Aprendemos Juntos 2030, que cada uno de nosotros debe proteger la memoria a través de lo que ella denomina «gestos salvadores». Irene Vallejo se refiere a los libros e invita a construir «rincones de memoria» en casa. Bonita forma de nombrar nuestras librerías domésticas.
La autora enlaza esta idea con el recuerdo de su abuelo, un maestro con un instinto universal de cuidado y de protección, que amaba a las personas y, también, las plantas. En los veranos duros de Zaragoza, ese abuelo bajaba cubos repletos de agua para regar los árboles plantados junto al portal. Cuando pasaba cerca de una alcantarilla, se aseguraba de que la tapa estuviera bien cerrada y revisaba que los andamios se mantuvieran firmes. Al recoger una cáscara de plátano del suelo decía que, gracias a ese gesto, alguien que podría haberse caído ya no lo haría y que ese alguien jamás sería consciente de que una mano invisible le había salvado de hacerse daño porque «el bien no se nota». Ante el mal, que es evidente, estridente y chillón, está el bien que no se percibe. Son las desgracias que jamás sucedieron o el caos que, gracias a un esfuerzo mudo, no llega a desatarse. Xisco, Marisa, Rafael y Antonio, gracias por vuestra bondad silenciosa. Gracias por proteger una montaña.
Descubrí el bosque de Son Quint y fue un amor a primera vista. Un pulmón en la ciudad. Podía llegar a él caminando y, una vez dentro, sentía que podía estar en cualquier lugar del mundo. Caminos aislados, vistas a la bahía de Palma, pájaros, mariposas, olor a tierra y a pino. El periodista Jaume Bauzà ha relatado el esfuerzo y la fortaleza de convicciones de Xisco, Marisa, Rafael y Antonio, representantes vecinales, que se enfrentaron a los Goliat de la especulación inmobiliaria y de los campos de golf para proteger 280 hectáreas de montaña. Hoy, gracias a la compra del terreno por parte del consistorio actual, ese paraíso es público.
El primer gesto que no percibimos fue el chivatazo de un funcionario del Ayuntamiento de Palma (gracias por el soplo que todo lo inició) que, hace 40 años, alertó de que se quería construir una urbanización de lujo. La asociación de vecinos de Son Rapinya y la federación se movilizaron entonces. El segundo gesto que tampoco percibimos fue el intento de soborno y la promesa de que, si se retiraban, regalarían al barrio locales y pistas deportivas. Los activistas vecinales se negaron. Tampoco nos enteramos de que lucharon para que se abrieran caminos vallados ni de sus enfrentamientos con guardas de seguridad violentos. No supimos de su férrea implicación para evitar que se talasen árboles para colocar placas fotovoltaicas con las que suministrar energía a los campos de golf colindantes. Cuentan los protagonistas de estas batallas que, junto a ellos, se unieron otras asociaciones porque el problema les afectaba a todos. Ahora es responsabilidad colectiva cuidar la montaña y protegerla de la plaga de la masificación y de las consecuencias que ya conocemos.
Hoy, los árboles más frondosos de la calle donde vivía el abuelo de Irene Vallejo son los que él regaba bajando cubos con agua durante los veranos. Que esa misma frondosidad se mantenga en nuestra montaña ganada.
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