Quizás uno de los momentos más determinantes a la postre de la campaña en Estados Unidos surgió de uno de sus instantes más inofensivos. Durante una entrevista en ABC News, una televisión amiga, se le preguntó a Kamala Harris en qué se distinguiría su presidencia de la de Joe Biden. “No se me ocurre nada”, dijo titubeando la candidata demócrata. Aquella respuesta acabó figurando en millones de anuncios republicanos como testamento de sus intenciones de dar continuidad al legado de un presidente impopular, particularmente cuestionado por su gestión económica. Los estadounidenses querían cambio y en Harris solo encontraron la defensa del estatus quo. El mismo error que vienen cometiendo los demócratas desde el final de la era Obama, por más que les funcionara por los pelos hace cuatro años.
Durante la campaña Harris nunca quiso separarse del hombre que la encumbró a la vicepresidencia tras pasar sin pena ni gloria por las primarias demócratas de 2020, de las que se retiró sin dejar huella a las primeras de cambio. Y por el camino tampoco supo definir una identidad propia. Ni aclarar por qué aquella candidata situada inicialmente a la izquierda del partido, con su defensa de una sanidad pública universal o una agresiva transformación verde de la economía, abogaba ahora por la mano dura en la frontera o la protección de la industria fósil del gas. “Mis principios no han cambiado”, decía. Encorsetada en sus discursos y huidiza frente a los medios, su estrategia acabó pasando por convertir estas elecciones en un referéndum sobre Trump, cuando la calle las había convertido en un referéndum sobre Biden.
En las encuestas a pie de urna, hasta dos tercios de la población definió el estado de la economía –la principal preocupación junto a la democracia– como malo o regular. Y un 69% de esa población descontenta con sus bolsillos acabó votando por Trump, según un sondeo de Edison Research. El desenlace para los demócratas no podría ser peor. El trumpismo acaparará todos los resortes del poder, si acaba confirmándose la victoria republicana en la Cámara de Representantes. Desde la Casa Blanca al Congreso pasando por el Tribunal Supremo, donde impera una cómoda mayoría conservadora, que podrá perpetuarse si los magistrados Samuel Alito y Clarence Thomas, ambos septuagenarios, se retiran durante el próximo mandato de Trump para dejar paso a sangre joven. Todo ello barnizado con su victoria en el voto popular, que no logró en 2016, lo que reforzará la legitimidad de su mandato. “La América de Trump”, titula de forma tajante este miércoles ‘The New York Times’.
Giro hacia el centro fallido
Como vienen haciendo los demócratas desde la irrupción del neoyorkino en la arena política, Harris prefirió concentrar sus esfuerzos en atraer a los republicanos moderados desafectos con el trumpismo que en energizar a sus bases con un plan para transformar el país. Un país donde la economía solo funciona para los profesionales con buenos empleos y donde las segundas oportunidades son un privilegio generalmente reservado a la gente con recursos. Harris se hizo acompañar de ‘neocons’ como Liz Cheney o tiburones del capitalismo de casino como Mark Cuban para confundir un poco más a sus bases, parte de ellas ya furiosas por su apoyo incondicional a las atrocidades de Israel en Gaza.
Esa niebla identitaria es la misma que aflige al Partido Demócrata desde hace tiempo. El “partido del pueblo” de Roosevelt, con aquella vena populista que cimentó la mayor época de prosperidad vivida nunca por el país, ha acabado convertido en el partido de las élites costeras e intelectuales. Una suerte de guardián de las esencias, cuando han dejado de funcionar para grandes capas de la población. “Por cada trabajador demócrata que perdamos en el oeste de Pensilvania, ganaremos dos republicanos moderados en los suburbios de Filadelfia y podremos repetirlo en Ohio, Illinois y Wisconsin”, dijo en 2016 Chuck Schumer, uno de los próceres del partido en Washington. Mientras pescaran en ese caladero y se mantuviera el creciente peso demográfico de las minorías, tradicionalmente demócratas, no habría nada que temer.
Antisistema o defensa del orden establecido
Pero esa lógica no ha funcionado. Primero se marcharon al trumpismo los obreros blancos, y ahora ha habido importantes movimientos tectónicos entre los latinos, aunque el apoyo a Trump ha aumentado en casi todos los segmentos del electorado. No habría que subestimar tampoco el impacto que la condición de Harris como mujer negra y asiática ha podido tener, por más que ella no haya querido enfatizarlo. El racismo y la misoginia siguen muy vivos en el país, como Trump siempre ha demostrado en su retórica incendiaria.
Pero quizás el mayor problema de los demócratas reside en no haber comprendido que la verdadera división en el país ya no está entre izquierda y derecha, sino entre aquellos que apoyan al orden establecido y aquellos que quieren dinamirarlo. “Los demócratas tienen que entender que para los estadounidenses antisistema, el prometido regreso al civismo bipartidista no es otra cosa que una restauración del antiguo régimen”, escribe Jeet Heer en ‘The Nation’, una de las revistas de cabecera de la América progresista. “Necesitan convertirse en un partido que aspira a ser algo más que guardianes de un sistema roto y abrazar políticas radicales que cambien el estatus quo”. Es una opinión, pero no hay duda de que a Trump le ha funcionado.