La madrugada del 2 de noviembre -día de Ánimas- de 1934, se produjo la mayor catástrofe natural que ha padecido El Campello en toda su historia. Un intenso temporal de lluvia -gota fría- provocó una gran inundación que no causó desgracias personales, pero arrasó cultivos, fincas y embarcaciones, ocasionando daños materiales evaluados en más de un millón de pesetas de la época.
Noventa años después, tanto los testimonios de Rafael Galvañ y Vicente Fuensanta, testigos directos del suceso, como los reportajes de diarios alicantinos coetáneos, recopilados por Jaume Varó en la revista El Teix (Colla Muntanyenca, 1985), dan fe de la magnitud de la tragedia sufrida por nuestro municipio.
Según relatan aquellos y confirman las crónicas periodísticas, desde la medianoche estuvo lloviendo a cántaros en toda la comarca y esa gran cantidad de lluvia caída en las sierras cercanas -Ballestera, Cabrafich y Bonalba- desbordó el barranco de Marco, que desagua en el Clot de l’illot –muelle pesquero-.
El estruendo de las piedras arrastradas por la torrentera, que a lo largo de la noche venían advirtiendo del fenómeno, con las primeras luces del alba se manifestaba en forma de un brazo de agua de un kilómetro, que abarcaba desde ca Terol (finca de don Rafael Altamira) hasta el Convento de los Mercedarios.
-«¡Huid, huid… l’aiguaüt!; que viene l’aiguaüt!», gritaban desgañitadas María «el coixo» (Galvany Abat, 1892-1978) y vecinas del rodal «els Torreros» -al inicio de la calle Llauradors-, advirtiendo al resto de lugareños de la riada que avanzaba imparable anegando cuanto encontraba a su paso, mientras se aprestaban a abandonar sus hogares para buscar cobijo en zonas más elevadas del centro urbano.
Unos metros más abajo, cuando el nivel de la crecida superó la carretera general de Valencia, que había hecho de muro de contención, en las calles Major, Boixets y Blasco Ibañez -ahora Convent-, empezaron los problemas para sus residentes.
-«La avalancha nos entró por el corral y lo primero que hizo mi padre fue abrir de par en par la puerta de la calle para darle salida, mientras me sacaba a mí -que tenía cinco añitos- para salvarme. Y yo, como un gato, me subí a un árbol y de allí al tejado de una casa alta de enfrente», recuerda Vicente «el surdo» (Fuensanta Esplà -1929-), que vivía en el número 11 de la calle Convent.
-«De pronto, la fuerza de la corriente cerró la puerta principal y el agua comenzó a regolfar y el nivel no paraba de subir. Y como no había manera de salir, a mi abuelo (Vicent Esplà Garcia, citado en las crónicas) se le ocurrió arrimar la máquina de coser al umbral y subirse encima con su hija, mientras esperaban auxilio. Aun así, a mi madre ya le llegaba el agua casi al cuello cuando, afortunadamente, la riuà se estabilizó y mi padre desde la calle despedazó la puerta con un azadón y los pudieron sacar. Y dando gracias que no ocurriera ninguna desgracia, aunque perdimos mucho patrimonio: desde los 50 sacos de la cosecha de trigo, a ropa, muebles, desperfectos y los animales de casa, que esos se ahogaron todos. ¡Xe, qué miedo pasamos!; es como si estuviera viéndolo ahora», concluye, emocionado, Fuensanta Esplà a sus noventa y cinco años.
Este mismo drama lo sufrieron otras familias de los alrededores, donde incluso tuvieron que abrir boquetes en las medianeras de viviendas contiguas para darle salida al agua, al igual que sucediera en otros muchos hogares de la calle Boixets y parte baja de Major, como detallaban los periódicos de la época.
Inmuebles, vehículos y barcas a la mar
Las aguas desbordadas del barranco de Marco, que arrasaron campos y haciendas por la zona alta, acabaron confluyendo en el Clot de I’ilot, aunque durante el trayecto la fuerza de la corriente arrancó medio kilómetro de vía del tren –entre el actual colegio R. Altamira y el Convento de los Mercedarios- y, un trecho más abajo, hizo lo propio con el puente de la carretera de la playa, recién construido, según apunta Rafael Felip (Galvañ Esplà -1925 -), vecino del antiguo barrio de Pescadors.
-«En la mayor parte del Carrerlamar hizo poco daño, solo a la salida del barranco, donde la torrentada se llevó la cochera -con el auto nuevo- y parte de la casa del tío Pere Joan, además de la primera vivienda de la calle San Vicente. También destrozó varias embarcaciones varadas en las inmediaciones». Tres barcas y 11 botes, según el rotativo El Día (3-11-1934).
«Al no haber víctimas, no lo recuerdo con sensación de temor, sino como un espectáculo, con muchos curiosos viendo aquel torrente embravecido que desembocaba basura y barro, tiñendo el mar de color terroso hasta donde llegaba la vista. De hecho mucha gente había subido al Pueblo, porque era el día de Ánimas, una fecha en la que todo el mundo iba a oír alguna de las misas, que empezaban a las 6 de la madrugada. Se decía que al haberse levantado las personas tan temprano, por ser jornada tan señalada, no pasó ninguna desgracia», razona Galvañ.
Según contaba Lola Soler Galvany (1923-1995) …»la tía ‘Trença» –Dolores Jorro- una anciana que vivía sola en la calle Boixets, como era sorda, no se enteró de nada hasta que se despertó al notar el cuerpo mojado y que la cama donde estaba acostada flotaba por el dormitorio. Entonces empezó a pedir socorro y consiguieron que no la engullese la furia de la riada, sacándola con cuerdas gracias a la ayuda de un moro grandote que se alojaba en la cercana venta de Marcos.
De las gestas heroicas se hicieron eco los distintos rotativos que cubrieron el evento. «Como en todos estos casos, actos de heroísmo se han practicado por todos los vecinos que atendían a los suyos y auxiliaban a los demás, mereciendo destacarse por su valor y abnegación, despreciando el peligro y su vida a José Torregrossa Gomis, Santos García y un moro llamado Bruguasi Mimi», resaltaba Luis García, redactor de El Día (5-11-1934).
En estas circunstancias también afloró la solidaridad familiar y vecinal. Unos y otros alojando a quienes tenían la casa ruinosa o embarrada, prestando ropa a quienes la habían perdido y ofreciendo comida a los necesitados, además de la presencia de dos camiones de bomberos y miembros de la guardia civil y carabineros, que completaban la ayuda a los damnificados, según relataba el diario ‘El Luchador’ (2-11-1934).
Un millón de pesetas de pérdidas
Los escalofriantes relatos de la prensa capitalina corroboran la magnitud de una tragedia que describe, con toda crudeza, el periodista García Ruiz (…) «Campos arrasados, árboles arrancados y arrastrados […] desolación y ruina en el campo. Casas derrumbadas, otras que la fuerza del corriente ha perforado las medianeras, puertas arrancadas, muebles destruidos» (El Día, 5-11-34).
Al día siguiente el mismo rotativo mencionaba que (…) «Ayer visitó el referido pueblo -El Campello- un redactor de esta casa comprobando que los daños en el campo oscilan sobre un millón de pesetas»–de la época-.
Por su parte El Luchador hace balance de los destrozos, cuantificándolos en 150 tahúllas -167.700 metros cuadrados – de tierra sembrada inutilizadas y 60 viviendas afectadas, de las que una veintena deberían rehacerse; a los que hay que sumar las 14 embarcaciones y gran número de artes de pesca. El más perjudicado -casa, coche y aparejos marinos- Pere Joan Baeza, con unas pérdidas de 25.000 pesetas, según el Pósito Pescador (acta 15-11-1934).
Ha pasado casi un siglo, pero las personas todavía con vida que sufrieron aquella riada catastrófica la tienen muy presente en sus memorias.