Ante una catástrofe natural, la diferencia entre primer y tercer mundo no está en la cantidad de agua caída o en la intensidad que haya alcanzado en la escala un terremoto. Está en la respuesta dada por el Estado (que es la administración central y la autonómica, por eso los presidentes de comunidades tienen la consideración de máximos representantes del Estado en sus territorios) al suceso. Los ciudadanos pagan impuestos y ceden voluntariamente espacios de libertad individual para que existan mecanismos de prevención, antes, y de auxilio, después, que les protejan razonablemente de desastres que no se pueden evitar, pero sí paliar. Esa es la distancia que separa a los que hemos tenido la fortuna de vivir en países avanzados de los que sufren la desgracia de haber nacido en estados fallidos y países desestructurados: la de la fortaleza con la que se hace frente colectivamente a los desafíos.
La dimensión de los daños humanos y materiales sufridos por Valencia como consecuencia de la DANA que se abatió sobre buena parte de la provincia el martes es colosal y no deja de agrandarse conforme pasan los días. El desastre marcará a varias generaciones. El reto al que se enfrentan los gobernantes es enorme, así que dejarles margen para trabajar es esencial. Tiempo habrá para determinar si los mecanismos de prevención funcionaron correctamente o no y exigir las correspondientes responsabilidades si en algún caso, como parece evidente, no lo hicieron. Por desgracia, tres días después, lo urgente sigue siendo localizar víctimas mortales, cuyo número aumenta sin cesar, encontrar desaparecidos, asistir a las miles de personas que se han quedado sin hogar, pero tampoco tienen los suministros básicos.
El viernes por la mañana, me sorprendió la pregunta que me hizo una persona: “¿Dónde está durmiendo toda esa gente?”. Más allá de lo intuitivo (“en casas de amigos y familiares”), no tenía en ese momento una contestación clara y precisa a la cuestión. También me impactó la conversación que mantuve con un militar, que en tono admirablemente respetuoso me trasladaba su desolación porque no se estuvieran empleando con agilidad todos los medios de que el Ejército dispone y que, sorprendentemente, sí son utilizados con bastante presteza en las misiones internacionales que los efectivos españoles desarrollan desde hace años en los más diversos escenarios. “Tenemos tiendas de campaña, cocinas, camas, ingenieros… pero las órdenes están tardando demasiado”, me comentaba.
La pregunta y el comentario son señales de que algo no está funcionando bien, de que sigue sin valorarse en su justa medida la magnitud de lo ocurrido y la reacción institucional dista todavía de ser la adecuada. Los presidentes Mazón y Sánchez han exhibido voluntad de aparcar sus diferencias para hacer frente al drama. Pero por debajo de ellos, la coordinación de sus equipos está demostrando ser difícil. Y eso lo están pagando los ciudadanos.
Los presidentes Mazón y Sánchez han exhibido voluntad de aparcar sus diferencias para hacer frente al drama. Pero por debajo de ellos, la coordinación de sus equipos está demostrando ser difícil. Y eso lo están pagando los ciudadanos.
Lo apuntaba el editorial que han publicado los periódicos de Prensa Ibérica en la Comunitat Valenciana, y hay que poner el foco en ello. La riada de Valencia ha dejado a la vista, como ningún otro desastre vivido hasta aquí, los rotos en las costuras de un Estado, federal en la descentralización de competencias, pero no en su legislación más básica. Donde el diálogo en momentos de crisis entre la miríada de organismos que deben ocuparse de ella no se produce, o se produce tarde o se desarrolla entre ruidos e interferencias. Hemos observado atónitos estos días cómo se discutía si el aviso a la población tenía que lanzarlo Mazón, por estar el suceso clasificado en “nivel 2”, o debía haberlo hecho Sánchez, si se hubiera contemplado “en el 3”. Que le pregunten a las víctimas qué nivel habrían preferido. Las víctimas estaban en el “nivel 0”. Más allá de lo que indiquen los protocolos establecidos que están manifestando desde el primer minuto sus ineficiencias, responder a la pregunta de quién está al mando sigue siendo sonrojantemente complicado. En medio de la polarización que vivimos, ni Mazón cede competencias, por miedo a que le acusen de ineptitud, ni Sánchez las coge, por temor a que le acusen de intervencionista, si no de algo peor.
La única buena noticia que hemos recibido desde que el diluvio se desató es que Gobierno autonómico y Gobierno central se sientan ya en un centro de coordinación. Urge que se vayan tomando medidas en cascada aprovechando la enorme experiencia que tienen los técnicos del Estado y los autonómicos, las fuerzas de seguridad y los militares, las organizaciones humanitarias. Cada hora que pasa, es un siglo para los damnificados. Es preciso, además, que las Administraciones comiencen a encauzar la ola de solidaridad que se ha movilizado en toda España, porque sin control puede ser más perjudicial que beneficiosa y es terreno abonado para que los canallas saquen tajada. Ahora más que nunca se necesita empatía. Pero ordenada.