Invitado en casa de mi amigo Kim Seong-gi, el músico, recordé a todos la proximidad de un eclipse lunar.
-Dime, Yi-Tal, -preguntaba el anfitrión- ¿eres de los que sube por las noches a observatorios como el de Gyeongju? ¿Observas las estrellas cuando estás en la quietud de las montañas y nadie estorba tus meditaciones? Jamás supe que anotaras los movimientos de los astros, ni vi que llevaras mapas astrales de ninguna clase.
-Cierto es -repuse yo-, que no tengo ya libro alguno conmigo, pero en mi mente están marcadas las evoluciones de los cuerpos celestes, las brillantes explosiones de luz que a veces cruzan los cielos, la mudanza de estrellas o planetas, y hasta puedo deciros cuántas veces he contemplado cometas que tardan generaciones en ser vistos de nuevo. Tantos años llevo ya vividos.
Seong-gi nos acompañaba con su música extrayendo acordes deliciosos y exóticos. Imitaba, por amenizarnos, la flauta del guerrero mongol. Entonces recordé, ante todos, hechos lejanos que venían a mi memoria desde las ondas más remotas del tiempo. Debió de ser durante los días del emperador Huizong, cuando Su Song, el astrónomo, levantó un observatorio, dentro de Bianjing, la capital imperial, en la zona más recóndita de la misma. Allí construyó artefactos maravillosos que no se ven todos los días, hablo de instrumentos con los que calcular el tiempo y hasta una esfera de anillos articulados que establecía el movimiento de los astros. Estos instrumentos mecánicos se alimentaban con la fuerza del agua.
-Nada más natural -me decía Su Song-. Si lo piensas bien, y si lees atentamente mis tratados de mecánica y horología, no puede haber nada tan concordante con el tao como explorar los movimientos del cosmos apoyándonos en el flujo del agua, imagen misma de la corriente incesante de la vida, y, por tanto, del movimiento de los astros, sujetos también las leyes del yin y del yang.
Su Song murió venerado como un sabio. Su hijo Su Xie le sucedió en la cátedra de los secretos celestiales. Fue entonces, reinando Qinzong, cuando se perdió la hermosa ciudad a manos de los bárbaros yurchen. La familia imperial fue deportada y ardieron las bibliotecas. El observatorio con sus instrumentos sufrió un triste destino. Todo fue desmantelado y trasladado a la capital de los bárbaros, Zhongdu, donde en vano trataron de reunir sus piezas; nadie consiguió repetir con éxito la obra de Su Song. Un hermano de Qinzong, llamado Gaozong, logró escapar y establecerse en Lin’an. Allí levantó su capital, desde la cual continuó luchando contra los invasores y se proclamó nuevo Hijo del Cielo. Entre los refugiados llegó Su Xie, a quien se le exigió que reconstruyera la esfera y el horologio de su padre.
-Sábete que no se trata sólo de situar estrellas en el cielo -dijo el nuevo emperador-, sino de dominar y pronosticar los acontecimientos; ser, por tanto, señor del universo, anticipar las lluvias, prever las sequías, anunciar los cometas y corrimientos de estrellas. Desde hace siglos sabemos esas cosas. Pero los artefactos prodigiosos que construyó tu padre demostraban el dominio de la técnica humana, incluso sobre los astros. Que esa maquinaria vuelva a funcionar por nuestro real deseo. Devuélvenosla, tú que fuiste el hijo de su inventor, nuestro siervo.
– Mas todo fue en vano -decía yo aproximándome al final de mi relato-. Los astrónomos e ingenieros que habían trabajado con Su Song habían muerto o huido. Los libros y registros que contenían detalles esenciales sobre las peculiaridades de los engranajes de aquellos artefactos habían desaparecido en la vorágine de la guerra. El emperador hubo de resignarse a esperar, por el momento, a que ese conocimiento fuera recuperado o adquirido de nuevo. Mientras tanto el paso prodigioso de la técnica continuaba veloz su marcha, aunque ya no miraba al cielo. Los alquimistas crearon una nueva clase de tierra que explotaba, capaz de lanzar llamaradas y proyectiles para ser usados en los combates cada vez más frecuentes. Quizá fuera en aquel momento cuando cayó de veras la noche sobre la humanidad. Este fue el eclipse bajo cuyo dominio aterrador aún vivimos. Aquella pólvora podía hacer que la humanidad entera caminara entre tinieblas.
El músico se detuvo de repente, pensativo ante mis palabras, como apesadumbrado por lo que acaba de escuchar. Entonces cantó el gallo anunciando el día, y se alivió el corazón de los presentes, pues siempre hay una esperanza que nace.
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