Aunque fue muy criticado y se le acusó de relativista -en fin, de confiar demasiado en la voluntad democrática-, Habermas fue clarividente a la hora de destacar que la esfera pública tiene un valor epistémico. De hecho, para él la salud democrática depende de la calidad de la discusión que tengamos en el ágora. Y no podemos decir que hoy vaya muy bien.

Lo que ha sucedido, sin embargo, no es solo que se han multiplicado las fuentes de desinformación. Aunque sea paradójico, no hace falta ser un genio para advertir de que siempre que mejora el tráfico de conocimientos, también crecen exponencialmente las ocasiones de manipulación. Cualquier niño está muy protegido en su casa: cuando comienza a tener más interlocutores, puede quedar al albur de influencias no siempre positivas.

Pero es ley de vida. En Australia, por el contrario, parecen pensar otra cosa. Aunque el año pasado se retiró un proyecto de ley del gobierno laboralista que tenía como objetivo establecer una nueva censura, recientemente la iniciativa ha recibido el apoyo de la oposición. Si sale adelante, la nueva legislación otorgará poderes a una agencia gubernamental para sancionar a compañías que difundan en redes informaciones potencialmente dañinas.

Habrá que leer la ley detenidamente para ver qué supone y qué defensa aporta que no esté contemplada ya en el código penal. Pero no resulta tan extraño que la devaluación de la objetividad y la desaparición de la verdad del horizonte cultural lleve a estos extremos de índole autoritaria. Sin verdad común, necesitamos a un gran hermano que nos defienda de los peligros.

Al parecer, el proyecto de ley concede demasiados poderes a esa unidad administrativa. Por ejemplo, podrá investigar cualquier contenido que consideren que abriga una mentira o pueda ser falaz. Se teme que el control y la censura se expandan y, en lugar de perseguir a quien realmente manipula, contribuya a silenciar a quienes se sitúan en un bando ideológico equivocado.

“De salir adelante, una nueva ley en Australia otorgará poderes a una agencia gubernamental para sancionar a compañías que difundan en redes informaciones potencialmente dañinas”

Podría pasar, finalmente, que el remedio fuera peor que la enfermedad. En una sociedad madura, en la que los ciudadanos son responsables de sus decisiones existenciales, también lo son de expresar opiniones o de suscribir las que consideren oportunas. Para Stuart Mill, la libertad solo tenía como límite el derecho de los demás.

Hasta tal punto estaba convencido Mill de que la libertad de expresión era buena que creía que quien propaga bulos o difunde tonterías lo único que hace es ponerse en entredicho. Vamos, que se retrata a sí mismo.  Además, para que la sociedad avance, nada mejor que rebatir mitos, tópicos y paralogismos.

No habrá muchas personas que disientan de esto último. Pero el problema hoy parece estar en otro sitio. Por decirlo con más claridad: las cosas funcionarían relativamente estables, siempre y cuando compartiéramos una convicción que Mill tenía y que hoy, cuando se apela a sus argumentos liberales, se suele pasar por alto: que la verdad existe, que -aunque cuesta- podemos llegar a conocerla y que es objetiva.

Es comprensible que se intente acabar con la desinformación; muchas compañías, previendo lo que se les viene encima, han creado sus propios supervisores para controlar lo que se puede o no decir. Ahí está el famoso caso de Twitter, cuando expulsó a Trump. O Facebook, que vigila las publicaciones y puede cribarlas.

“No resulta tan extraño que la devaluación de la objetividad y la desaparición de la verdad del horizonte cultural lleve a estos extremos de índole autoritaria”

Pero luchar contra la desinformación en una sociedad como la nuestra, donde informarse es capital, es como intentar poner puertas al campo. Quizá sea fácil monitorizar todo lo que uno sube a la red; quizá tengamos hasta ganas y recursos para financiar todo ese esfuerzo, pero ¿cómo asegurar que no timarán a los ciudadanos cuando se comuniquen en otros foros? ¿Cómo evitar la desinformación con los amigos, en la escuela, con los compañeros del gimnasio?

En el contexto posmoderno, es hora de recuperar la verdad y de explicar hasta qué punto la educación -en la familia, en el colegio- tiene como misión formar al individuo en lo verdadero. La madurez que se alcanza con el rigor en el conocimiento, aprendiendo cada vez más, leyendo y estudiando, es la única manera de evitar que la desinformación destruya a la persona y socave nuestras sociedades libres.

Si se piensa que lo único a lo que podemos aspirar es a la posverdad y que, por tanto, estamos cada uno en una trinchera ideológica, entonces debemos confiar en que la autoridad nos imponga las cosas. Y todos sabemos que la verdad nunca se impone: es tan atractiva y bella que basta con proponerla.

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