Un hecho anodino y cotidiano, que seguro les ha pasado a muchas personas, me llevó a esta reflexión que comparto ahora con quienes quieran pararse en este lugar. Había quedado con un amigo y buscaba un lugar para aparcar en las calles del entorno. Después de dar unas cuantas vueltas, vi un coche con las luces encendidas y deduje que iba a salir. Me acerqué y me puse a su altura; en el interior estaba una señora entrada en años con un móvil. Le hice señales para preguntarle si iba a salir; la mujer me miró, y con un ademán tajante y un gesto serio, me dijo que no. Mi alegría por encontrar un sitio se esfumó en ese instante y moví el coche al carril contrario para esperar que el semáforo se pusiera en verde y torcer a la derecha. No habían pasado ni dos minutos, cuando vi que la señora que acababa de decirme que no iba a abandonar el aparcamiento, movía su coche para incorporarse a la vía y colocarse en paralelo a mí. Entonces, la miré directamente con intención de demandarle una respuesta, pero ella evitó ese encuentro, porque mirar al otro compromete y nos enfrenta a nosotros mismos.

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