Como usuaria del ferrocarril desde que me alcanza la memoria y amante confesa de esa forma de viajar, siempre he visto enormes similitudes entre los trenes y los novios. Si no te fallan, tienen chica para rato. Ahora bien, como empiecen a llegar tarde un día sí y otro también, a obligarte a suspender planes a base de incumplimientos, a desilusionarte con promesas que no pasan de mera palabrería… el fin de la relación está cantado.
Coincidirán conmigo en que no hay nada más abrasivo para el amor que una decepción tras otra ni sustancia más letal que la desconfianza. Y en el idilio que miles de viajeros de esta parte del país venían manteniendo con el chu-cu-chú del tren (a las cifras del flujo del corredor Alicante-Madrid me remito) algo se ha roto.
Como si entre ambas partes se hubiese instalado un nubarrón que cada vez es más negro desde que a alguien se le ocurrió la peregrina idea de que, después de toda una vida desembarcando en el corazón de la capital de España, para hacerlo ahora no quede otra que atravesarlo a través de un túnel que más bien es una pesadilla.
Desde que se tomó esa decisión, coincidente con la liberalización del tráfico ferroviario y unas obras faraónicas en la estación de Chamartín, no ha habido semana en que los trenes procedentes o con destino a esta provincia (al igual que ocurre con Valencia y Murcia) no hayan protagonizado más de un sobresalto y ni provocado más de un disgusto.
Hasta de sabotaje se está hablando en relación con este último incidente, que tiene su origen en el descarrilamiento de un tren sin pasajeros en pleno pasadizo. Pero colapsos en estos meses ha habido unos cuantos sin necesidad de que ningún convoy se saliera de las vías. Lo mismo todo es más sencillo y basta con habilitar ese apeadero prometido para que, los que así lo queramos, podamos volver a bajarnos en Atocha.