Entre los ruinosos edificios del poblado exsoviético de Oremland, en el campo de maniobras eslovaco de Lešt, los paracaidistas de la Brigada Almogávares han distribuido una batería artillera, y están apuntando sus cañones de 105 milímetros para ejercitarse en el infrecuente tiro desde zona urbana cuando suenan de repente disparos desde un vecindario invisible en la oscuridad de la noche.
Les atacan. El tiroteo engorda, arrecia, toma la apariencia de un enjambre que llegara de todas partes… y se ve que el jefe ha dispuesto que se entrene su gente en una nueva dificultad: uno de los soldados se derrumba chillando, alcanzado en un muslo por una de las balas del enemigo. Corren dos compañeros a socorrerlo y se lo llevan a rastras.
Está en marcha un ejercicio de guerra urbana. Los soldados que lo practican son los miembros del mayor de los contingentes de la Brigada Multinacional Eslovaquia, uno de los Battle Group reforzados que la OTAN ha desplegado en Europa central y del Este para disuadir a Rusia.
Barriada soviética
La acción transcurre en la noche del 16 al 17 de octubre pasados. Oremland es un nombre que se repite entre los 800 paracaidistas desplegados en los bosques y llanuras de Lešt. Salieron un día antes con sus vehículos de combate Vamtac, cuando en las maniobras Falcata se dio la voz de alarma porque un batallón enemigo había entrado en el campo de juego, 17 kilómetros más al norte, y avanzaba tras tomar Oremland.
Transcurridas 24 horas, la respuesta de los paracaidistas españoles, los carristas de Leopard portugueses y una compañía motorizada eslovena ha logrado parar a los atacantes, que se dirían rusos, pero en este ejercicio son aliados checos a los que ha tocado el papel de enemigo.
Los atacantes han retrocedido, pero se han hecho fuertes en la barriada. “La nueva orden es limpiar Oremland”, explica kilómetros más allá un capitán del grupo táctico español en un breifing montado en la tienda que, en pleno monte, sirve de puesto de mando
Oremland objetivo, Oremland excenario… Se desarrolla en estas maniobras una paradoja: la fuerza desplegada ha sido enviada allí por encargo de la OTAN para disuadir a Rusia, y ruso fue el poblado en el que entrenan los soldados, un área residencial del ejército soviético, sus militares y familias, en un campo de maniobras del Pacto de Varsovia. En 2017, el gobierno de Eslovaquia acondicionó los edificios de pisos abandonados, las balconadas, la plaza y los barracones como polígono de adiestramiento para el más duro de los combates, entre escombros, trampas, túneles, azoteas y esquinazos letales: la guerra urbana.
Espectros con pentrita
El tópico diría que, a la luz de la luna, se ven espectrales las calles de Oremland. Pero así se ven, ciertamente, recorridas por silenciosos soldados agachados, en hileras, para asaltar las viviendas.
Una luz mortecina sale de un bajo cuya ventana exterior aún conserva el cristal. Pasada una escalera y sus escombros, los paracaidistas han situado ahí su nido de heridos. Han llevado hasta una camilla al compañero alcanzado en el tiroteo, y empiezan con “el nueve líneas”.
Así llaman al examen médico de protocolo OTAN. En el muslo le han puesto un torniquete negro de un solo uso, y tratan de reanimar al herido: “¿Cómo estás? ¿Me oyes?”. El soldado que tiene encima le afloja el chaleco, le hurga con las manos y va recitando: “Uno, bravo; dos, alfa; tres, lima…”. Es el corolario de exploración: si respira, si habla, si tiene una hemorragia, si puede moverse, si algo le obstruye la garganta… Cuando vengan a evacuarlo, un papel con nueve líneas informará rápidamente al sanitario
Entre tanto, varias cuadras más allá, un grupo de soldados practica “el breching”, pronunciado en inglés castizo. Se trata de reventar obstáculos y avanzar al interior de las viviendas. Una tarea de limpieza, diría el eufemismo castrense.
Un pelotón llega, se coloca a un lado de una puerta que le impide pasar. Se agacha un soldado y adhiere a la puerta un cordón blanco. Se apartan todos sin dejar de apuntar con sus fusiles. Cuando estallan los 40 gramos de pentrita que lleva el cordón, la puerta que trataban de franquear salta hecha pedazos en medio de un estampido que rebota por las calles. Y esa es la traducción más contundente del ‘breching’.
Centauros en calles desiertas
Cuando todavía había luz del día, los VRCC Centauro venidos de Marines (Valencia) han irrumpido ruidosamente en Oremland. Se ha visto subir a esos vehículos del Regimiento de Caballería de Paracaidistas Lusitania 8 por una cuesta, escoltados por un séquito de infantes que corrían a las esquinas, se asomaban con el fusil en las mejillas y gritaban si estaba despejado, para que avance el resto del escuadrón.
Los Centauro son mitad tanque mitad vehículo de infantería blindado con ruedas. Se diría que son el cañón que más corre del Ejército, y su presencia es abrumadora cuando, como en este caso, se combinan en binomio.
“Normalmente, estas unidades acorazadas evitan las zonas urbanas, las rodean -explicaba un oficial de Caballería-, pero en esta ocasión se supone que no han tenido más remedio que entrar”. Llegaban los enormes vehículos uno tras el otro. El primero miraba con su cañón 180 grados; el segundo tiene la misión de hacer lo mismo con su ojo negro en los otros 180 grados. Giran, oscilan, rugen… la torreta se mueve con la misma suavidad que el cuello de un ser vivo, buscando a quién disparar. Verlos aparecer tras una esquina proporciona una abrumadora sensación de aplastamiento.
Tiros del 5,56
Después de esta conquista de Oremland, los soldados descansan al pie de sus vehículos. Uno de ellos repasa con movimientos mecánicos los cargadores de su fusil HK. Su munición es 5,56, el calibre OTAN, que hiere más que mata. “En una guerra es más importante causar heridos que muertos ¿sabe?”, cuenta el soldado. Está aludiendo a la ya veterana teoría de que causarle bajas no letales al enemigo destroza su logística y su economía de guerra con un gigantesco trabajo médico. Efectivamente, es más barato enterrar que hospitalizar.
Pero no todo pasa en Oremland. Varios kilómetros al sur, de noche, las pisadas de los soldados en la hierba húmeda suenan felinas. Las radios, atenuadas, lanzan suaves soplidos. Los paracaidistas que llevan horas de acecho ya ven como los gatos, acostumbrados a la penumbra.
Un grupo cuida de su mortero de 81 milímetros. Una lucecilla roja entre el follaje les sirve de “jalón” para apuntar. Una granada de cuatro kilos y medio que salga por esa boca tiene “un radio letal de 50 metros», explica el cabo artillero.
Más allá otro pelotón maneja un mortero Cardom encaramado a la chepa de su Vamtac. La máquina recibe instrucciones, coordenadas, y mueve su boca hacia la luna y las estrellas que se ven clarísimas en el cielo de Eslovaquia, en medio del monte de Lešt. Su pequeño cañón dispara con una terrible precisión y rapidez.
Le proporciona los datos un dron Raven ligero como papel pluma, con una cámara que ve en la oscuridad el calor de los cuerpos. Y con otra cámara, una Coral, ve también la huella térmica del enemigo el soldado que, pie a tierra, maneja una pantalla a la que llega la señal de vídeo. Cualquiera que aparezca ahí estará sentenciado, sobre todo si es un blindado, porque, en un agujero practicado en el terreno un poco más arriba de un cerrillo, bajo un roble y una lona que trata de tapar su calor, se agazapa un Vamtac puesto al ralentí. Sus pasajeros manejan un lanzador de misiles Spike que apunta entre el barro y los matorrales. “Este cohete es invencible”, dice su operador, tan convencido de su poder como de su peligro: en una batalla real, él y su máquina serían “un objetivo de alto valor”, como ha descrito el mando.
Pero, tanto de día como de noche, la clave en un campo de batalla que los drones han vuelto transparente es la anticipación. En puesto de observación entre búnkeres y hormigones contra carro, al atardecer, antes de que esta batalla nocturna comenzara, el teniente coronel Juanjo Pereda, jefe del Grupo Táctico de la Brigada OTAN que España lidera en Eslovaquia, lo resumía en dos brochazos: «Hay que verles antes de que te vean, golpear antes de que te golpeen».