La década de los cincuenta del pasado siglo fue un momento decisivo. En términos filosóficos, evidentemente. Lo fue por obra y gracia de un pensador francés cuyo nombre hoy quizá yace sepultado, pero que determinó la transformación radical de la cultura de Occidente. 

Lévi-Strauss escribió, primero, criticando la noción uniforme del ser humano, en continuidad con la etnología, y reafirmando que no había modo alguno de aclarar los caracteres o cualidades propias de quienes pertenecemos a una especie que anda erguida. Lo relevante no era solo que reivindicaba la diferencia –¿acaso alguien puede negar lo que nos distingue, es decir, el hecho de la infinita pluralidad de lo humano?–, sino que erosionaba la posibilidad de descubrir una naturaleza compartida. 

Más tarde, en Tristes tópicos, afirmaba con su característica flema que la historia había comenzado sin el hombre y que inexorablemente acabaría sin él.

Del padre del estructuralismo, los pensadores que vinieron detrás no tomaron su lógica mecánica, ni sus erudiciones matemáticas ni gramaticales, sino esas intuiciones sobre nuestro trágico desenlace y con ellas apuntaron directamente a la línea de flotación de la civilización y el universalismo

No cabría entender Mayo del 68, como tampoco el posestructuralismo, la deconstrucción y, por seguir tirando del ovillo, la ola woke sin las precisas aportaciones de este pensador francés que tiene hoy que sobrellevar que le confundan con el -mucho más famoso- creador de unos vaqueros celebérrimos

Esta confusión -que crece cada año, como compruebo todos los septiembres cuando escribo su nombre en la pizarra del aula- no deja de ser sintomática. Y no, no me refiero a que revele el tamaño del analfabetismo que nos asola, sino a que es necesario conocer la génesis de las ideas y concepciones para poder o bien suscribirlas o rebatirlas. 

Una de las ocupaciones más satisfactorias que encuentra quien se entromete en el desarrollo de la historia del pensamiento es hilvanar etapas y autores. Es decir, rastrear las pistad de relato, ir para atrás, a fin de determinar dónde surgió una novedad o un pálpito, tomando conciencia de que hay mayor continuidad entre los griegos y nosotros de lo que un obstinado progresista está dispuesto a tolerar

Aunque ya lo hemos comentado en estas páginas, quizá el movimiento más empobrecedor, la raíz –en fin- de todo lo que nos sucede es que se ha perdido de vista lo que supone el ser humano.

Vamos, que nadie sabe qué demonios nos constituye, ni cuál es nuestro valor. Ni si hay algo, por mínimo que sea, que nos hace especiales. 

La exacerbación identitaria tiene su causa en ese desleimiento de lo humano del que habló el padre del estructuralismo. Lo posmoderno es líquido, al decir de Bauman, pero lo es porque ha quedado triturado ese pilar en que se anclaba todo: el hombre. 

Pensémoslo bien: ¿qué sentido tiene seguir apelando a la dignidad humana para abordar muchos de nuestros problemas si ya nadie posee el convencimiento de que anida algo sagrado en el alma? Lo que no entendieron Lévi-Strauss ni quienes le siguieron en esa labor de zapa fue que cuando en filosofía se alude a la “naturaleza” humana uno no se refiere a las regularidades estadísticas, sino a la posibilidad –más profunda, más bella- de descubrir la esencia íntima de las cosas. 

Pero no nos pongamos metafísicos. Observemos, en cambio, una de esas paradojas a las que nos tiene acostumbrada cultura. ¿Por qué se nos insiste en nuestra radical autonomía, en la posibilidad de dominar nuestra propia naturaleza, de transformarla hasta puntos insospechados y, al tiempo, se recela de todo lo que nos ha acarreado esa misma actitud hacia el entorno físico? 

La muerte del hombre es la meta de un viaje comenzado hace muchos siglos. Algunos han hablado del apocalipsis de la persona. La estación de partida de este trayecto no fue otra que el individualismo; uno de sus puntos intermedios resulta, indudablemente, la muerte de Dios. Quizá el final no esté en esa muerte de la historia que avanzó el propio Lévi-Strauss y de la que hablaron, primero, Kojéve y, más superficialmente, Fukuyama. No tenemos por qué ser catastrofistas. Tal vez lo que deba nacer ahora sea la esperanza de que lo que somos, en algún momento, vuelva a la vida. 

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