Una de las noticias que más me ha llamado la atención esta semana es la que narraba la muerte de 17 cabras bajo las fauces de una loba en l’Alt Empordà. La cuestión, narraba el pastor, es que el perro que supuestamente debía proteger el ganado «se hizo amigo de la loba» y, simplemente, la dejó hacer. Se hizo amigo. Espectacular. La historia es apasionante y mejora con cada detalle. Se ve que el perro, un border collie ‘despistat’, siente a la loba como si fuera su madre y la persigue como un patito nada más la ve. Ella, que es muy pilla, se aprovecha de la ascendencia emocional que genera y se tira a la yugular de las cabritillas más rezagadas. Y como no hay perro que le tosa, ‘va fent’.
A pesar de ser una historia de esencia animal, no me dirán que a lo largo de su vida no se han acercado demasiado a un lobo y han acabado perdiendo algo. Porque nos cae bien, porque nos reímos, porque parece simpático, afable, confiable o nos hace caso y le idealizamos, la cuestión es que, transcurrido un tiempo, nos percatamos de que nuestra bajada de guardia se ha traducido en una pérdida importante. En este caso eran cabras; en la de los humanos puede ser valores, derechos, dignidad o respeto. Por decir algo.
Una de estas situaciones donde el perro-pastor, sin verlo venir, se convierte en lobo es la ausencia estructural de vivienda. Mañana, si se cumple lo previsible, miles de personas se manifestarán por el centro de València para gritar una obviedad: que los precios de los pisos y las casas en la ciudad, pero también en toda la C. Valenciana, se han disparado de tal manera que hay un colapso de proyectos de vida sin poder llevarse a cabo por no tener ni un techo propio en el que empezar. Durante décadas, los expertos advirtieron de lo que venía pero el perro guardián de la cosa pública -Estado, Generalitat, ayuntamientos…– no solo no vigiló que el rebaño estuviera a salvo con una ley de vivienda apropiada, alquileres sociales, topes a los pisos turísticos o fomento de ayudas a los sectores más necesitados sino que se enamoró perdidamente de la loba y la dejó hacer. Con libertad. Con mucha libertad.
Otro caso donde ganan las fauces voraces. Una de cada cuatro valencianas pierde su trabajo tras sufrir un cáncer de mama. Es decir, cuando logras sobrevivir y no morir, cuando dejas atrás la fase de tratamiento, dolor y angustia, la sociedad – el bien llamado ‘mercado’ laboral por lo de mercadear- te dice que ‘no’. Que ya no vales, porque no estás al 100%. De hecho, contamos hoy en este periódico que el 64 % de mujeres que han pasado un cáncer de mama sufre algún impedimento para conseguir trabajar y más de la mitad no se han sentido apoyadas por su jefe o sus compañeros de trabajo. De nuevo, el perro-guardián que debería garantizar la solidaridad de la manada se esconde en su guarida y deja que el lobo proceda a su realizar su particular limpieza.
Nunca son cuatro
Pero no acabamos aquí. De hecho, cada día tenemos nuevos ejemplos nada edificantes. ¿Cómo, si no, se explica que supuestos líderes que fueron elegidos para gobernar a millones de personas y dar ejemplo se aprovechen de su situación privilegiada para saquear las arcas públicas? Es que no se puede entender, por mucho alguien intente justificarlo. Sé que habrá gente que siempre sostenga que la avaricia forma parte de la naturaleza humana y, de esa manera, avale las malas artes en la ‘res pública’. Que si son cuatro trajes, cuatro mascarillas, cuatro ladrillos o cuatro sobres… Al final, nunca son cuatro y todos lo sabemos: los corruptos, los corruptores y la gente normal. Si no, que se lo pregunten al pastor de l’Alt Empordà, que el pobre seguro que empezó pensando que todo se saldaría con cuatro cabritas de nada y al final ha visto como la loba se le ha zampado 17.
Dice el diccionario que una parábola es una «narración de un suceso fingido del que se deduce, por comparación o semejanza, una verdad importante» . En este caso, de fingido hay poco. Más bien la verdad surge, transparente y atronadora, desde el primer momento y es: si va a la yugar, ojo, no es perro. Cuidado.