El privilegio de habitar el mundo de Siri Hustvedt

Siri Hustvedt fue la primera persona en la que pensé cuando Paul Auster falleció, el pasado mes de mayo. Sé, porque lo he vivido muy cerca, tanto que sigue doliendo, aún, que quien comparte su vida con el fallecido es, después de él, el que más pierde, porque nunca más volverá a dormir a su lado, ni a levantarse con él. Por eso, la tristeza, inmensa, de aquel día, al ser consciente de que no volvería a leer un nuevo libro de Auster, se mezcló, como sólo hacen los sentimientos que nos mueven y paralizan, con el dolor por la pérdida de Siri, por la aflicción que, desde ese momento y tal vez ya para siempre, pues el duelo, esa cosa con alas, es un estado vital cuya temporalidad es relativa, tan ambigua como la existencia, sentiría. Me puse en su lugar, había estado en uno muy parecido, varias veces, y quise escribirla, nada más enterarme de la noticia. Pero me contuve. Decidí darle esa intimidad que no por dolorosa deja de ser preciada y que, casi siempre, el luto se lleva, la arrastra con él, dejando a la intemperie al que lo padece, vulnerable y expuesto. Al cabo de las horas, nunca suficientes, la envié un mensaje de pésame, siento mucho tu pérdida, sé que nada de lo que diga podrá aliviar tu pena, consolarte, pero tienes todo mi cariño, le dije. No esperaba que contestara, no lo hice para eso. Los días que entonces Siri vivió, que de pronto se convirtieron en meses, son lo más cercano a la muerte que se puede estar en vida sin que medie la enfermedad. Pero el pasado miércoles, Siri me respondió a ese WhatsApp. Sus palabras, que destilaban sensibilidad, agradecimiento, hondura, comprensión, elegancia, pues todo eso es ella, terminaban con un “estoy deseando que volvamos a vernos”.

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