Serhii Tarnaovskyy era un empresario de la madera reconvertido por la guerra en cabo de un pelotón de paracaidistas ucranianos cuando, moviéndose por una llanura en las cercanías de Soledar, decidió ir con sus hombres a la protección de un campo de girasoles.
Escondida entre las flores le estaba esperando la mina que le arrancó media pierna derecha. Fue una PFM-1 soviética, de esas que apodan “mariposa” por tener dos alas y planear cuando las esparcen por los campos los dispros de mortero y el vuelo rasante de los helicópteros, aunque en Donetsk, donde combatía Serhii aquel día de verano, también las llaman lepystok, “las hojas”, por cómo se camuflan entre el follaje.
La mina antipersona más extendida en la guerra de Ucrania, la que más lisiados causa entre las tropas, cambió la vida de este hombre de 46 años, que ahora se sienta en una grada mostrando con naturalidad una extremidad de titanio a la que ha conseguido domar hasta evitae un caminar robótico, metálico o artificial. Serhii sigue siendo el mismo gigantón, solo que ahora, en vez de vender madera, muestra en campeonatos su fuerza al levantar peso, como atleta de élite en una competición que llaman Strongman.
El circuito internacional Arnold Classic de culturismo (inspirado por el actor Arnold Schwarzenegger) ha guardado lugar para competidores que han sufrido amputaciones y discapacidades en accidentes, en siniestros… o en guerras. Esos veteranos se ven atraídos por el Strongman, y es en este nuevo campo de batalla donde Serhii suele llevarse galardones moviendo una aerobike o levantando vertiginosamente bolas de 16 kilos rellenas de hormigón.
Lo llaman también, oficialmente, Atletismo de Fuerza. Su popularidad responde a los tiempos que atraviesa el mundo del deporte y los gimnasios, en el que han dejado de estar marginadas las competiciones de músculo bajo la monarquía absoluta de las viejas disciplinas aeróbicas.
Espíritu de Azovstal
En el Centro Multiusos de Las Rozas, en la periferia más adinerada de Madrid, están este fin de semana dirimiendo clasificaciones, títulos y categorías algunos de los hombres y mujeres más fuertes de Occidente. Detrás de la zona principal, en una carpa blanca, unos metros más allá del oropel y las estudiadas poses de las y los modelos culturistas, bajo una música estridente y entre gritos del público se desarrolla la batalla de los strongman.
Para esta edición madrileña han llegado desde Ucrania medio centenar de atletas cuya deteminación se empezó a forjar en la desgracia de la guerra. Para traer su utillaje y ortopedia ha sido necesario un trailer. Les apoya en Madrid la oenegé Unidos con Ucrania, que ha llevado una afición abanderada de azul y amarillo a animar en las gradas. También los ayuda una federación ucraniana cada vez más potente en deportes paralímpicos. “Lamentablemente, hay tantos mutilados por las minas… que tenemos más strongman que nadie”, comenta Yuri entre el público.
El rectangular recinto enmoquetado de competición se ve presidido por una pancarta con un asunto que en Ucrania es un mito de la guerra, un simbólico altar político para el país invadido por Rusia. “Corazón de Azovstal” se lee en la tela, una de cuyas esquinas se ha entretenido un hombre en recolocar, inclinándose desde su silla de ruedas. Se ve en el eslogan un logo que funde lo cardiaco y lo industrial, unas chimenas arriba y un corazón abajo, creado para recordar al batallón de últimos resistentes de la ciudad de Mariupol, infantes de marina en su mayoría, que se atrincheraron en los sótanos y vericuetos de la acería que llevó ese nombre.
Abundan entre la imaginería de las gradas las banderas y las pancartas. Una de ellas, ilustrada con un lanzacohetes en acción, exhibe el lema: “Nobiscum est Deus”, o sea, “Dios está con nosotros”. En muchos hombros se ven los tryzub, tridentes ucranianos de añeja reminiscencia vikinga, y visten los competidores camisetas caqui o verde castrense, como si el área de contendientes fuera un cuartel.
Al fin y al cabo, los ucranianos que han venido a combatir por los títulos de strongman contra norteamericanos, estonios e irlandeses en Madrid son veteranos de guerra.
Contra el olvido
Dos de de esos excombatientes hablan entre sí, tocados con la misma cachucha negra de beisbolero, después de haber echado el bofe tirando de las riendas de una aerobike con una sola mano, la misma, pues los dos tienen la misma lesión: la metralla les mordió el brazo izquierdo y se lo llevó.
A Serhii Dubov, de 43 años, un tipo de dos metros y pico y barba oscura que nadie querría encontrarse de frente en una batalla, le arrancó la extremidad una granada de artillería en una posición cercana a la planta de Azovstal. A Roman Meshcheryakov, de 44, fue un misil lo que le dejó sin brazo cuando avanzaba, fusil en mano, por una de las calles de la ciudad.
Los dos cayeron en Mariupol en abril de 2022. Los jubilaron sendas explosiones tras 15 y 26 años respectivamente de carrera militar. Han causado baja en la guardia fronteriza ucraniana pasando a ser alta en el escalafón de strongmen de su país. Estos dos forman parte de una selección de 50 que salió de una reñida competición en Kiev en abril pasado.
Dice Roman que le parece “muy interesante venir a España”, pero no por ilustrarse, sino “para que la gente conozca el caso de mis compañeros”. Lo dice el mismo día en que la opinión pública internacional ha girado la mirada desde Ucrania hasta el Líbano.
Serhii se da la vuelta, y muestra una ilustración en el espaldar de su camieta. Es uno de esos calendarios propios de pareces de celdas en una vieja prisión. Seis rayas verticales y una cruzada hacen una semana; y otra; y otra. Él mismo pasó mes y medio cautivo de los rusos, antes de verse beneficiado por un intercambio de prisioneros. “Hay que influir a los líderes de todas partes del mundo para que liberen a los compañeros capturados”, dice al posar para las fotos.
Ambos se colocan ante las cámaras como si ya fueran profesionales, cerrando a veces el puño con el pulgar hacia arriba. Aprendieron a hacerlo para los medios de su país, pero se diplomaron en los Juegos Olímpicos de París, en cuya apertura participaron este verano pasado mostrando su amputación.
Resulta curioso el sonido que viene desde la barra aneja a la carpa de competición, donde un hostelero de street food barcelonés, el dueño de Chuchy Hot Dogs, surte a estos gigantes de suculentos perritos con pepinillo, cebolla picada y añadidos a voluntad. Comen los ucranianos y ucranianas junto al puesto, sentados entre los demás competidores. Fuman algunos como carreteros. Levantan sus latas de refresco, que se les quedan pequeñas en las manazas. Hacen sonreir con comentarios ininteligibles a un muchacho al que el fuego enemigo dejó ciego, con la cara helada en expresión de sorpresa permanente. Y muchos de ellos ríen mucho. Ríen más de lo que pudiera esperarse entre tanto infortunio esparcido por la cancha. Pero ya lo decía Tarnaovskyy al final de su breve entrevista con este diario, plantado de pie sobre su prótesis plateada: “Estamos vivos, tío”.