8.848 metros de altura y, según hemos podido saber recientemente, creciendo a un ritmo acelerado. El Everest marca el techo del mundo, y por eso se ha convertido en el pico más icónico… Y en el principal objetivo de muchos alpinistas. Desde que Edmund Hillary y su sherpa Tenzing Norgay coronaron la cumbre el viernes 29 de mayo de 1953 muchos han intentado emularles. Solo un puñado de españoles lo han logrado.

El Independiente ha hablado con algunos de ellos para que relaten su experiencia. Son tres historias contadas por tres alpinistas que lo lograron en tres épocas diferentes, y que juntas dibujan cómo ha evolucionado la montaña en las últimas cinco décadas. Aunque en ese tiempo ha habido cosas que no han cambiado. Una de ellas son los numerosos misterios que la rodean. Precisamente esta semana National Geographic podría haber desvelado uno de los más grandes: el paradero del cuerpo de Andrew ‘Sandy’ Irvine, que desapareció hace justo un siglo junto a su compañero George Mallory a pocos metros de la cima. Aún se desconoce si realmente fueron los primeros en hacer cumbre.

Carlos Pauner (2013)

Carlos Pauner tiene bien grabada la cima del Everest. Cuenta que es bastante espaciosa, lo suficiente como para estar realmente cómodo. Todo lo contrario de lo que sucede en otros ochomiles, como el K2 o el Manaslu. Pero lo mejor, claro, son las vistas. «No es sólo que sea muy alto, es que está colocado en medio de un valle. Así que es como un balcón privilegiado. Puedes ver la sombra del Everest, pero también otras montañas cercanas, como el Lhotse, el Kanchenjunga o el Cho Oyu. Allí arriba la temperatura siempre es parecida, entre -30ºC y -40ºC. El problema puede ser el viento, y cuando estuve yo soplaba fuerte, a unos 90 km/h. Lo bueno es que ese día no había muchas nubes», relata.

El día que llegó a la cumbre lo recuerda como «extraño». Las condiciones meteorológicas eran mucho peores a lo que se preveía, y Pauner fue el único de su grupo que logró alcanzarla, en un año en el que, además, hubo muy pocas ascensiones. Sin embargo, por el camino se encontró con otro alpinista andorrano. «Cuando estás en el campo 3 -situado a 7.400 metros de altura- es muy fácil darse la vuelta, porque a partir de ahí entras en lo que se conoce como la zona de la muerte, donde puede haber problemas serios. Nosotros tuvimos que adelantar la subida, y llegamos a la cumbre a las cuatro o cinco de la mañana, mientras amanecía. Fue un espectáculo tremendo de luces y sombras, y estuvimos allí solos con nuestros sherpas».

Pauner camino del campo 3 del Everest. CARLOS PAUNER

Antes de conseguirlo en 2013, Pauner había intentado subir el Everest en dos ocasiones. Por eso, cuando estaba a un paso de conseguirlo y completar su objetivo de escalar los 14 ochomiles, tuvo que renunciar a algo importante para él. «Todos los otros ochomiles los subí sin oxígeno. Y con el Everest quería hacer lo mismo, pero las condiciones eran malísimas. Así que tenía dos opciones: bajar e intentarlo otro año o ceder y utilizar oxígeno. Finalmente decidí usarlo, y me dio ciertas ventajas, porque te hacer estar más consciente y disfrutar más de la experiencia. Aunque habría preferido no hacerlo. Era uno de los ejes de mi proyecto, pero el ser humano tiene límites», afirma.

Pauner coronó el Everest después de dos meses de expedición y escalando la ruta nepalí de la cara sur, más transitada pero con menos problemas burocráticos que la ruta china de la cara norte. El día de la ascensión a la cumbre no llevaba ni siquiera mochila para no cargar peso, así que se la jugó a ir con los víveres básicos para las 20 horas de trayecto metidos en la chaqueta. En su caso se ganó que los patrocinadores le pagaran todos los costes, que pueden estar los 30.000 y 120.000 dólares dependiendo de si contratas un equipo y sherpas o no. Por el camino, dice que es «bastante habitual» encontrarse cadáveres, que tienen un aspecto momificado y, aunque están deshidratados por el sol, el frío se encarga de que no se descompongan.

«El Everest es una gran montaña. Pero es verdad que atrae a mucha gente que solo escalará este pico en su vida. Muchos de los que suben no son ni siquiera alpinistas, porque hay empresas que te ayudan», desliza. «Un alpinista busca retos potentes, y para mí el Everest supuso completar mi proyecto de los ochomiles. Pero no pienso en volver a subirlo. Es una montaña de dificultad intermedia, aunque en un zarpazo puede llevarse por delante a 20 personas. Yo he disfrutado mucho más en otros picos más esbeltos, con menos gente y más bonitos, como el K2, el Annapurna, el Makalu o el Kanchenjunga«, asegura.

Chus Lago (1999)

«En el alpinismo no creo que el sexo marque la diferencia en el apartado físico. Yo me encontraba siempre muy fuerte, muchas veces más que los chicos. Y al final en la aventura entra en juego algo más que la fuerza física: la capacidad de sufrimiento, de idear estrategias, de dosificar la ansiedad, la cabeza… En lo que hay diferencia es en el trato. Muchos pensaban que me tendrían que llevar en brazos, y cuando veían que era más rápida se picaban o me dejaban de hablar. En ese sentido había un poco de machismo».

En 1999 la viguesa Chus Lago se convirtió en la segunda mujer española (y la tercera del mundo) en escalar el Everest sin oxígeno. Por el camino, se encontró con el cadáver de Francys Arsentiev-Distefano, la primera mujer estadounidense que logró hacer cumbre, que murió mientras descendía de la montaña. «Hay cosas en esa montaña que no se me olvidan. La última noche antes de la cumbre la pasé a 8.400 metros, y el viento soplaba tan fuerte que dejó al descubierto 16 cadáveres. Al primero le tuve que levantar el pie y pasarle por encima. Cada vez me me encontraba un cuerpo estaba pendiente de que no me afectara, porque pensaba que si me pasaba algo acabaría como ellos, sirviendo para marcar la ruta a los escaladores», rememora.

Lago escalando cerca de la cima del Everest. CHUS LAGO

Tres meses antes de escalar el pico más alto del planeta, los médicos le dijeron a Lago que los problemas congénitos de su rodilla le obligaban a retirarse del deporte, que no iba a tener una vida normal y que acabaría en una silla de ruedas. «Tenían razón en eso de que no fue normal, porque poco después subí al Everest y desde ahí no paré. Cada año hice una expedición, y con 55 años tuve un hijo», relata.

En su caso, también logró la hazaña al tercer intento. Así lo vivió: «Había mucha gente, pero ese año llegaron a la cumbre 10 o 12 personas y muchos murieron, así que seguía siendo un privilegio. El único que llegó más o menos bien fue un portugués que bajó con la nariz, las orejas y 20 dedos congelados. Me lo encontré y me dijo ‘¿Estás segura de que quieres subir?’. Pero yo sentía que era mi momento. Y los sherpas se reunieron en el campamento base y llegaron a la conclusión de que los dioses decían que era un buen momento para intentarlo. Así que tiré para arriba».

Para Lago fue una «puñalada» tener que usar oxígeno dos horas durante el descenso por la presión de su sherpa, que le suplicaba que se diera prisa porque estaba «jugando con su vida». Finalmente le hizo caso, y cuenta que ponérselo fue un cambio brutal. Dejó de sentir frío, de estar cansada… Se «alejó» por completo de la montaña, hasta el punto de que pensar que «no entendía cómo la gente podía llegar a morir allí». Aún así, se muestra convencida de que todo fue una «experiencia»: «En la cima estaba feliz y triste al mismo tiempo, porque se acababa todo. Fueron siete años renunciando a todo, empeñando mi sueldo, el dinero de los patrocinadores y mi tiempo. Sin desviarme del camino. Pero todo se cerraba. Luego cuando volví al campamento base fue muy emocionante. Todo el mundo salió de su tienda a felicitarme. La verdad es que le tengo mucho cariño al Everest».

Òscar Cadiach (1985)

A sus 71 años, Òscar Cadiach sigue en plena forma. «El sábado me voy al Mont Blanc. Será la 42ª vez que lo subo, pero como soy guía de montaña los clientes son siempre distintos. Y al final lo que me motiva es eso», explica. «Me mantengo en activo porque siempre llevo una disciplina férrea. He subido los 14 ochomiles, el último en 2017, aunque algunos de ellos los repetí. Y para conseguirlo, en total hice 27 expediciones al Himalaya. La razón de todo, como dicen los ingleses, es que cuando vuelves de la montaña la cerveza está más buena», bromea.

Su historia es diferente porque cuando consiguió hollar la montaña, en 1985, el Everest estaba bastante inexplorado. «Hacían listas para apuntar a todos los que subían, y antes que yo solo lo habían logrado unas 150 personas. De hecho, fui el primer occidental en escalar el segundo escalón en libre y sin oxígeno. Lo conseguí, pero me perdí el nacimiento de mi hija. En el de la segunda sí estuve, pero aunque estaba todo pactado aún hay gente que me lo recrimina», señala.

La expedición de Cadiach escalando el Everest cerca de los 7.600 metros
La expedición de Cadiach escalando el Everest cerca de los 7.600 metros | ÒSCAR CADIACH

El primer intento de Cadiach fue en el año 82, y el segundo un año después. En ambos casos superó los 8.000 metros, pero tuvo que dar media vuelta cuando ya enfilaba la cumbre. Por supuesto, también lo consiguió a la tercera. «Para prepararme hablé con Martín Zabaleta, que fue el primer español en subir el Everest en 1980. Los últimos 150 metros me llevaron seis horas, porque la nieve me llegaba a la cintura y tenía que contar hasta diez antes de cada paso», relata.

Cuando llegó al punto más alto de la Tierra dijo una frase que se convirtió en célebre: «¡Hem fet el cim!». Luego leyó una poesía escrita por Joan Brossa especialmente para la ocasión, y se sentó a esperar al resto de sus compañeros. Pasó en total una hora en la cumbre. Cuando bajaron les alcanzó la noche, y tuvieron que acurrucarse para sobrevivir al frío mientras recibían cada 20 minutos llamadas por radio implorándoles que no se durmieran, porque seguramente no despertarían jamás. Es lo que llaman, de acuerdo con Cadiach, la muerte dulce.

«En el 85 no me encontré cuerpos, porque casi no habían ido occidentales por allí. Años después, cuando regresé, sí vi algunos. Los sherpas decían que era mierda de la montaña», detalla el alpinista, que en total estuvo «cinco o seis veces en el Everest». Curiosamente la primera de ellas fue para hacer una reconstrucción de la expedición de Mallory e Irvine para un programa de televisión, en la que él dio vida al primero. Años después, en 1993, participó en una expedición ecologista en Nepal en la que el jefe honorífico era Edmund Hillary.

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