Apuntaba Roger Federer a tiranizar el circuito tenístico en 2004 cuando irrumpió en él un joven adolescente melenudo que tenía claro que no estaba ahí para ser un figurante más en el reinado del que entonces era el jerarca sin discusión. Y no estaba dispuesto a esperar mucho para demostrarselo al mundo. A Miami, al antiguo Cayo Vizcaíno, llegaba el suizo a sus 22 años sin rival a la vista, habiendo ganado 23 de sus últimos 24 partidos y con un currículum en el que ya figuraban dos Grand Slams, cuando en los cuartos de final se cruzó en su camino un Rafa Nadal al que, casualidades del destino, había invitado dos semanas antes a su palco para verle en acción.

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