Sara tiene dos hijos, uno con dislexia y discalculia (dificultad en el aprendizaje de las matemáticas) y otro con ambos trastornos y también déficit de atención (TDA). Para conseguir el diagnóstico en cada caso ha pagado unos 700 euros, además de las terapias necesarias para ayudarles, que cuestan un mínimo de 40 euros la hora, una o dos veces por semana (entre 1.600 y 3.300 al año). Un desembolso que ahoga a muchas familias –si es que pueden pagarlo–, que ven con impotencia cómo sus hijos con trastornos de aprendizaje no siguen el ritmo de las clases y todo ello les hace sentir «desconcertados, desorientados y absolutamente desprotegidos«, según denuncia Neus Buisán, directora de la Associació Catalana de Dislexia, a la que acuden familias como la de Sara en busca de ayuda.
Se trata de un problema al alza. Según el informe anual del Sistema Nacional de Salud, elaborado por el Ministerio de Sanidad, los trastornos del aprendizaje se han duplicado de 2016 a 2022 y han aumentado un 26,6% desde 2019, justo antes de la pandemia, hasta afectar a 29 menores de 25 años por cada 1.000 habitantes. En porcentaje se estima que afecta a entre un 5% y un 10% de la población escolar y que provoca un 13,3% de fracaso escolar, según un reciente estudio del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona.
La etiqueta ‘trastornos específicos de aprendizaje’ abarca un montón de alteraciones, desde la dislexia –cuyo Día Internacional se celebra este 8 de octubre– o la discalculia, hasta problemas en el neurodesarrollo como el déficit de atención (TDA) o el autismo, que dificultan la asimilación de los contenidos académicos pero causan, también, otro tipo de trastornos. Y es frecuente que un mismo niño sufra varios problemas a la vez.
Los expertos coinciden en que hay más diagnósticos pero también apuntan que hay diagnósticos tardíos e incorrectos
Los especialistas no tienen del todo claro por qué han aumentado los trastornos del aprendizaje. Por un lado, coinciden que ahora hay más diagnósticos que hace años, debido a la mayor preocupación de las familias, profesionales y comunidad educativa por encontrar la causa y apoyar a los niños con dificultad en la lectura o la escritura, el razonamiento matemático o la comprensión de los contenidos curriculares, para intentar que superen sus dificultades. Pero también observan no solo que estén aflorando situaciones que antes no estaban diagnosticadas, sino un aumento de casos, de origen multifactorial y relacionados con el estilo de vida actual.
La dieta y el sueño
Entre las posibles causas que explican el incremento de este tipo de trastornos, la neuropsicóloga infantil María Luisa Ferrerós cita la incorrecta alimentación, la falta de sueño o el abuso de las pantallas. La dieta es importante porque los «macronutrientes conforman las redes neuronales y una dieta pobre en pescado, moluscos, verdura, desayunos sin apenas proteínas o los continuos ultraprocesados alteran las redes neuronales». Dormir como mínimo 10 horas es «vital» porque el sueño facilita «el descanso físico, la sincronización hormonal y retener lo aprendido durante el día y si duermen pocas horas, sí descansan pero no se realizan bien el resto de tareas».
La mala alimentación, la falta de sueño o el abuso de las pantallas, factores que los expertos relacionan con el aumento de los trastornos
En cuanto al abuso de las pantallas, afectan a los niños y adolescentes en múltiples facetas porque fomentan una respuesta inmediata y «estudiando no se consigue una gratificación instantánea y, en consecuencia, se aburren». Además, «provocan que no consideren importante aprender, porque saben que, si aprietan un botón, pueden obtener la información, sin necesidad de memorizarla». También se acostumbran a leer solo los títulos llamativos, por lo que «no son capaces de estar 10 minutos leyendo y no tienen cultura del esfuerzo». Todo ello se aceleró con la llegada de la pandemia y la multiplicación del tiempo frente a las pantallas.
Y no solo es importante el consumo de las pantallas que hacen los menores, sino también los padres. «La pantalla que más hace daño es la que no se comparte con tus hijos. Si ves dibujos con ellos, pueden mejorar el lenguaje y su comprensión del mundo, pero si les dejas solos a edades muy tempranas delante de la pantalla, esto influye en la construcción de su cerebro, porque de 0 a 3 años el niño forma 1.000 nuevas conexiones por segundo y para aprender a hablar, a comunicarte, tienes que tener quien te escuche», apunta a su vez la doctora María José Mas.
Errores en los diagnósticos
La neuropediatra –autora de ‘La aventura de tu cerebro, el neurodesarrollo’– indica que no tiene claro por qué los trastornos de aprendizaje han ido al alza, pero cree que puede influir, entre otros factores, el retraso de la maternidad y la paternidad y los partos prematuros (han descendido, pero hay un ligero aumento de los prematuros extremos, que ahora sobreviven más que antes).
En este contexto, se dan varios tipos de escenarios: desde niños no diagnosticados o con diagnósticos tardíos; diagnósticos incorrectos ante casos con síntomas confusos o fronterizos entre varios trastornos, y la situación contraria: exceso de celo de profesores o profesionales que derivan a necesidades especiales «a todos los niños que molestan, que pueden ser muchos, pero no todos por la misma causa».
«Algunos pueden tener trastornos del aprendizaje, pero otros pueden sufrir problemas emocionales causados, por ejemplo, por un divorcio conflictivo», indica Ferrerós, autora de varios libros, entre ellos ‘Dime qué come y te diré cómo se porta’. También se dan casos de padres que peregrinan de consulta en consulta en busca de la explicación de qué le sucede a su hijo y no tiene ningún trastorno. «Ahora los hijos son muy deseados y hay una especie de competición por tener el hijo mejor en algo y, si no va bien en el colegio, poder explicar que no es un vago, sino que le pasa tal trastorno», añade la especialista.
Déficit de profesores
Todo ello sucede, según la directora de la Asocación de Dislexia, porque la respuesta del sistema sanitario y educativo a los problemas de aprendizaje es deficitaria. De entrada, el sistema sanitario público no realiza todos los diagnósticos. La dislexia, por ejemplo, no está reconocida como trastorno neurológico y, por tanto, no es frecuente que los dictámenes los realicen los especialistas públicos de neurología infantil. Y los logopedas, como hay insuficientes en la red pública, se suelen ocupar de los casos más graves, no de dislexias u otros trastornos del lenguaje.
Ante ello, son las familias las que, en muchos casos, tienen que desembolsar el coste de las consultas privadas para determinar qué les sucede a sus hijos y las terapias necesarias para ayudarles.
En cuanto al sistema educativo, también adolece de una gran falta de recursos. «La ley indica que los centros sean inclusivos, que estos niños realicen las mismas actividades educativas que el resto, pero sin recursos, no se puede», denuncia Jorge Delgado, director de la Federación de Directivos de Centros Públicos de Educación Infantil y Primaria (FEDEIP).
Delgado pone como ejemplo el colegio que dirige, donde hay 60 alumnos con trastornos de aprendizaje y una sola profesora de educación especial. «Por lo que no dispone ni de media hora para trabajar individualmente con cada niño». El problema es que la ley no marca una ratio máxima de alumnos por profesor de apoyo educativo, por lo que «no envían más ni hacen la inversión necesaria».
Y no se trata solo de trabajar con los alumnos ya diagnosticados, sino de la prevención. En los colegios, si tuvieran recursos suficientes, según Delgado, los profesores podrían detectar los trastornos a edades tempranas, cuando el cerebro es más sensible a las terapias, con el fin de evitar casos más graves en primaria o secundaria.