El 31 de mayo, Joe Biden anunciaba en una intervención pública televisada la inminencia de un alto el fuego entre Israel y Hamás. Casi ocho meses después de que el grupo terrorista iniciara la guerra con una masacre de civiles, el presidente estadounidense, en primera persona, se apuntaba un tanto que podía catapultar sus opciones a repetir mandato tras las elecciones de noviembre.

Lo que desde entonces se dio en llamar «plan Biden» era una mezcla de propuestas de tres de las partes involucradas: por un lado, los aliados árabes –Egipto, Jordania y Catar-; por otro, los propios Estados Unidos, y, por último, como autor del borrador final del acuerdo, Israel.

Cuando se dio a conocer la noticia, Hamás se mostró receptiva a la negociación. Sin embargo, Netanyahu puso de inmediato condiciones que iban en contra del espíritu mismo del acuerdo: primero, Hamás tenía que rendirse para conseguir la «victoria total» prometida al pueblo israelí. Luego, ya se vería.

En la Casa Blanca se quedaron de piedra. El primer ministro no solo rechazaba una propuesta estadounidense -llevaba haciéndolo desde el mes de octubre con la única excepción del breve intercambio de rehenes por prisioneros del 22 de noviembre-, sino que rechazaba la propuesta que los propios negociadores israelíes habían llevado a la mesa de El Cairo.

Aquello era inaudito y a la vez, significativo. Aunque Netanyahu se escudó en las presiones internas de sus aliados ultraortodoxos, lo más probable es que él mismo estuviera en contra de cualquier alto el fuego. Siempre lo ha estado. Dejó que Biden se comprometiera ante el mundo y sus votantes y después le dejó en la estacada.

Contentar a dos electorados

La enemistad entre Biden y Netanyahu es relativamente reciente. Después de décadas de cercanía y de un afecto sincero entre ambos más allá de la política, a Biden se le ocurrió criticar al primer ministro hebreo cuando quiso acabar con la imparcialidad del Tribunal Supremo.

«Bibi» no se lo ha perdonado desde entonces. Ha habido en este año de guerra una mezcla de rabia, venganza, oportunidad política… y ajuste personal de cuentas. Por supuesto, Netanyahu sigue la agenda que más le conviene a él políticamente, pero si, por el camino, puede atestar un golpe a Biden y a Harris, miel sobre hojuelas.

Así ha sido desde el principio. Cuando Israel fue golpeado salvajemente por Hamás, Estados Unidos se fijó tres objetivos: evitar una masacre en Gaza y garantizar la ayuda humanitaria a la población civil, impedir que la guerra se extendiera al Líbano y, sobre todo, intentar que Irán se mantuviera lo más lejos posible del conflicto para no expandirlo y no poner en peligro las numerosas tropas que Estados Unidos mantiene en la zona.

No hay que olvidar que semanas antes de la masacre de Hamás, Biden había desvelado la cercanía de un reconocimiento del estado de Israel por parte de Arabia Saudí. Jake Sullivan, consejero de Seguridad Nacional, había calificado la situación en Oriente Próximo como «la más estable en décadas».

El problema que tenían esos tres objetivos era que chocaban con los de Netanyahu… y Biden tenía que permanecer al lado de Israel. Por convencimiento, por razones geopolíticas y por cuestiones electorales: con unas elecciones a la vista, enfadar al electorado proisraelí habría sido un suicidio.

Así que a Estados Unidos no le quedó otra que tragar: tragó con el bloqueo humanitario a la Franja, tragó con la invasión terrestre, tragó con el fracaso continuo de las negociaciones y tragó, aunque lo condenara repetidamente, con el inaceptable número de víctimas civiles.

Netanyahu captó la debilidad y no hizo más que cebarse. Al hacerlo y al seguir Biden su paso, le surgió al estadounidense un nuevo problema interno: los jóvenes propalestinos de las universidades y sus acampadas en los campus.

De repente, el pánico cundió entre el Partido Demócrata: ¿no estaremos dando una imagen demasiado conservadora? ¿No estaremos corriendo el riesgo de perder al «votante Sanders» que tanto nos castigó en 2016? Y en el empeño por agradar a todo el mundo, la administración Biden se quedó en tierra de nadie.

Giro Partido Demócrata

Sin dejar de apoyar a Israel en lo básico, es decir, en el apoyo militar, los demócratas dieron un giro de 180 grados en su mensaje público a partir de marzo, cuando Israel empezó a preparar la invasión de Rafah.

La vicepresidenta Harris criticó a Israel y a Netanyahu, como también lo hizo el líder demócrata en el Senado, el judío Chuck Schumer, quien llegó a decir que «Netanyahu era un obstáculo para la paz» y exigió elecciones en el estado hebreo. Aún este sábado, la ahora candidata publicaba un comunicado de solidaridad con el sufrimiento del pueblo libanés que no ha gustado nada en Tel Aviv.

La gota que colmó el vaso llegó con el ataque a varios cooperantes de World Central Kitchen, la ONG del chef José Andrés -otra figura muy relevante en el entorno del Partido Demócrata- el 1 de abril.

Ahí, Biden tuvo que tomar posición pública y no refugiarse tras el secretario de Estado, Antony Blinken, el secretario de Defensa, Lloyd Austin, o el mencionado Jake Sullivan. Biden condenó públicamente el ataque, aseguró que Israel «había ido demasiado lejos» y afirmó que detendría el envío de armas como Israel se atreviera a atacar Rafah sin su consentimiento… cosa que Israel hizo apenas unas semanas después.

El enfrentamiento abierto dañaba la imagen de Estados Unidos como superpotencia mundial. A Israel no le hacía ni cosquillas. Cuando Biden anunció el 7 de mayo que iba a dejar de enviar determinado tipo de armas a Israel por su posible uso contra civiles, Netanyahu reaccionó enfurecido: le acusó de abandonar a su país y de dejarlo a merced de Irán, que había atacado Tel Aviv el 13 de abril con cientos de drones y misiles. El Partido Republicano al completo se puso de su lado y Donald Trump aseguró que «ningún judío debería votar por Biden».

Por supuesto, aquello era tremendamente injusto. Biden y Estados Unidos habían defendido a Israel de ese ataque de Irán, habían defendido a Israel de las acusaciones de la ONU, de la Corte Penal Internacional y del Tribunal Internacional de Justicia.

Había tratado de imponer sus tesis en las negociaciones y lo único que pedía a cambio era un poco de lealtad. No la obtuvo nunca. Al atacar a Biden y a los demócratas, Netanyahu puso la guerra sobre el tapete electoral. Sabía perfectamente lo que hacía.

Desde entonces, todo ha ido de mal en peor: al desaire público del 31 de mayo le siguió una campaña de asesinatos de líderes de Hamás y Hezbolá en Damasco, Beirut e incluso Teherán. El éxito militar hizo imposible cualquier acuerdo diplomático. Israel no iba a parar ahora que todo le iba de cara después de pasar meses esperando su oportunidad.

Por su parte, el Partido Demócrata estaba más preocupado en asentar a Kamala Harris como nueva candidata y mantenía su indecisión: el gran favorito a vicepresidente, Josh Shapiro, gobernador de Pensilvania, fue sustituido por Tim Walz en un intento de contentar al ala más progresista del partido.

Sin iniciativa

Lo que ha conseguido Biden a lo largo de este año es demostrar que Estados Unidos ya no tiene voluntad de imperio. No es algo nuevo: al fin y al cabo, su antecesor estaba dispuesto a reunirse hasta con Kim Jong-Un y a mostrar su admiración por los líderes chino y ruso como ejemplos a seguir.

La indecisión del presidente, ese continuo apoyar y criticar a la vez, ha evidenciado que Estados Unidos ya no puede imponer nada. En Ucrania, sigue teniendo miedo de las líneas rojas de Putin. En Oriente Próximo, solo se puede reaccionar a lo que se diga en Tel Aviv, sin llevar nunca la iniciativa.

Fracaso objetivos

Sus tres objetivos han fracasado por completo: el desastre humanitario en la Franja de Gaza se ha cobrado decenas de miles de muertos y cientos de miles de desplazados. La guerra, finalmente, se ha extendido al Líbano, donde los bombardeos sobre Beirut han venido acompañados de una incursión terrestre en la zona bajo control de las Naciones Unidas.

Por último, Irán está más presente que nunca, con un nuevo ataque, más violento, sobre los núcleos urbanos israelíes.

Pese a todo, Biden sigue asegurando que es «optimista» en torno a un alto el fuego. No se ha enterado de nada. En una reciente intervención pública, aseguró que estaba al tanto de un posible ataque de Israel a refinerías de petróleo iraníes. Ni depende de él, ni es sensato informar públicamente al enemigo de dónde le van a atacar. Tampoco tiene sentido en términos económicos: el precio del barril de crudo se disparó inmediatamente.

A falta de saber cómo se concretará la respuesta israelí, Estados Unidos sigue perdiendo su prestigio a chorros. Nadie le hace caso: ni su máximo aliado en la zona, ni su máximo enemigo. Como si no existiera. Algo nunca visto desde el final de la II Guerra Mundial y que resulta francamente perturbador.

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