En 2020, después de perder las elecciones frente a Joe Biden por casi siete millones de papeletas, solo unas decenas de miles de votos clave en los estados bisagra y 74 votos en el colegio electoral (306-232), Donald Trump intentó cambiar los resultados y convertir esa derrota real en una falsa victoria. No lo consiguió. Pero el fracaso puede ser un buen maestro.
Trump vuelve este año a perseguir la presidencia de Estados Unidos, ahora en otra lucha tremendamente ajustada con la vicepresidenta Kamala Harris como candidata demócrata. Solo cuando las urnas se cierren el 5 de noviembre y se cuenten todos los votos, en un proceso que puede dilatarse por requisitos administrativos y logísticos en varios estados para contar las papeletas emitidas por anticipado y correo, se conocerá al ganador.
Pero el republicano, como siempre desde que entró en política, azuza dudas sobre que las elecciones vayan a ser justas (cuestionamientos que solo abandona cuando los resultados le son favorables). Ha dicho que solo aceptará el dictado de las urnas si las elecciones son “libres, justas y honestas”. Ha insistido en que «la única forma en que vamos a perder es porque (los demócratas) «hagan trampas”. Y con ese mensaje repetido incesantemente, y su negativa persistente a reconocer la derrota del 2020 hablando de un inexistente “robo” del que ha conseguido convencer al 66% de los republicanos, vuelve a sembrar y propagar las dudas sobre la integridad del sistema electoral en EEUU.
Una estrategia reforzada
Es parte importante de una estrategia mucho más amplia que en este 2024, y aunque replica tácticas ya conocidas, ha puesto en alerta a los expertos. Trump y sus aliados no están esperando al cierre de las urnas para lanzar su embestida. Y la escala, la organización y la consistencia de su empeño son inéditas.
En esa estrategia se combinan múltiples elementos. Hay, por ejemplo, esfuerzos para endurecer las condiciones de voto y para purgar las listas de votantes. Se agitan fantasmas desacreditados de fraude rampante, especialmente en lo que se refiere al voto de inmigrantes sin ciudadanía, una advertencia que combina uno de los temas centrales en estas elecciones con la xenófoba y supremacista teoría del ‘Gran Remplazo’. Y Trump, el Partido Republicano y sus aliados han reclutado a un ‘ejército’ de 175.000 voluntarios para que apliquen para desempeñar trabajos en centros electorales el día de las elecciones y también como observadores.
De nada sirve que estudios como uno realizado por el Centro Brennan analizando 23 millones de votos de 2016 solo encontrara 30 papeletas sospechosas de haber sido emitidas por no ciudadanos, o que una auditoria en Georgia de 25 años de votación detectara que en ese cuarto de siglo solo intentaron votar (y no lo consiguieron) 2.000 personas que no tenían derecho a hacerlo. E incluso desde las más altas instancias del poder republicano se sustenta la idea de la conspiración. Lo ha hecho, por ejemplo, Mike Johnson, el presidente de la Cámara Baja, que vio cómo moría en el Senado su propuesta de ley para impedir que voten los inmigrantes sin papeles (algo que ya es ilegal). Y cuando se le presionó sobre si tenía pruebas de que exista ese fraude, tuvo que admitir que no. Se limitó a argumentar que “todos lo sabemos, intuitivamente”.
Johnson fue uno de los 147 republicanos que en 2021, incluso después del asalto al Capitolio, objetaron a la certificación de Biden como ganador (y trató también sin éxito de alegar que la expansión de voto por correo durante la pandemia había sido inconstitucional). Y es uno de los máximos exponentes, pero no el único, de cómo el “negacionismo” y las mentiras de fraude han infiltrado y tomado el aparato del partido.
En control de las elecciones
Ese dominio es otra parte clave de la estrategia de Trump y sus aliados para este 2024. Porque los republicanos han instalado a “negacionistas electorales” en posiciones clave a nivel local y estatal en órganos que se encargan de organizar elecciones y certificar los resultados.
Según un informe del Centro para Medios y Democracia, ya hay más de 100 de esos “negacionistas” situados en juntas electorales en 61 condados de los siete estados bisagra y Nuevo México. Desde 2020 se han producido al menos 20 instancias en ocho estados en los que se han negado a certificar resultados en primarias y en otras elecciones. Y aunque hasta ahora los tribunales han actuado y el sistema ha funcionado, se advierte de que “el potencial de crear caos es enorme”. Y la disposición a crearlo se puede anticipar en las palabras de Chris LaCivita, uno de los jefes de campaña de Trump: “Esto no se acaba el día de las elecciones, se acaba el día de la toma de posesión”.
El gran miedo no se tiene ahora ante el 6 de enero, el día en que se certifican los resultados, que fue cuando en 2021 se produjo el asalto al Capitolio. Se ha reducido especialmente después de que el Congreso aprobara en 2022 la Ley de Reforma del Recuento Electoral que ha reforzado las protecciones para ese día de certificación de los resultados en el Congreso (ha vetado, por ejemplo, el envío de electores falsos; especifica que el vicepresidente, como presidente del Senado, tiene un mero papel ceremonial y fuerza a que el 20% de las dos cámaras apoyen escuchar objeciones para hacerlo, cuando antes bastaba con que lo pidieran un congresista en cada una).
Ahora el peligro se identifica en momentos previos a ese día, y en ciudades y capitales estatales. Porque con intentos de investigar resultados o de retarlos podría haber retrasos en un calendario que tiene otras fechas claramente establecidas. Para el 11 de diciembre, como muy tarde, los gobiernos estatales tienen que emitir una certificación determinando los electores del colegio electoral. Seis días después, el 17 de diciembre, se celebra la reunión virtual del Colegio Electoral en los 50 estados y en el Distrito de Columbia. Y los votos se envían no más tarde del 25 de diciembre al presidente del Senado, ahora Kamala Harris, dejando todo listo para el 6 de enero.
Tribunales
En la estrategia de asalto de Trump esta vez hay un importante componente legal. Los republicanos han hecho ya de los tribunales de todo el país, especialmente pero no solo de los estados bisagra, un hervidero de demandas. Solo el Comité Nacional Republicano ha presentado ya más de 120 en 26 estados vinculadas a votos y elecciones. Ese órgano del partido, cuyo liderazgo ha cambiado a su antojo Trump para ponerlo en manos de leales, en estas elecciones ha externalizado sus operaciones tradicionales de movilización de votantes para centrar recursos a la guerra legal, en la que también participan numerosas organizaciones aliadas a Trump, con millones de dólares en fondos.
Es una panoplia de grupos entre los que se cuentan America First Legal, fundado por el asesor de Trump Stephen Miller; el America First Policy Institute de Linda McMahon, miembro del equipo de transición de Trump; United Sovereign Americans, que tiene detrás a Bruce Castor, exfiscal de Pensilvania y abogado del expresidente en su segundo impeachment; o Only Citizens Vote, un empeño tras el que está Cleta Mitchell, que en 2020 estaba presente en la llamada de Trump al secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger, presionándole para que buscara 11.000 votos, los que tenía de ventaja Biden en el estado.
Eso ha hecho que este año se hayan presentado ya más demandas sobre voto que las que se plantearon en todo 2020, incluyendo después de las elecciones. Para mediados de septiembre llevaban ya 115 en 25 estados, más del triple que en 2020, concentradas sobre todo en estados bisagra y en condados clave, tocando desde el voto por correo hasta intentos de evitar que se limite el acoso a votantes y trabajadores electorales. Y solo el mes pasado se presentaron más de una demanda al día, según datos de Democracy Docket.
Al frente de ese grupo está Marc Elias, el abogado que trabaja para la campaña de Harris y que ya lideró para los demócratas con abrumador éxito el combate contra los esfuerzos de Trump de anular los resultados legales en 2020, ganándose incluso la admiración de arquitectos del reto como Steve Bannon. Y este año ha lanzado la alerta de que los abogados republicanos y de grupos afiliados están acudiendo a tribunales de todo el país “para sentar las bases de sus planes antidemocráticos”.
“Los republicanos se han vuelto más osados en sus planes de subvertir los resultados. Hablan de forma más abierta sobre la necesidad de controlar el proceso de certificación; son más agresivos en litigios para ser capaces de alterar los resultados; aprueban nuevas leyes y reglas explícitamente para este propósito”, ha escrito Elias. “Es peor que en elecciones previas porque este año el Partido Republicano está mucho más organizado. En 2020 y en 2022 (en las legislativas) intentaron cambiar los resultados en un puñado de sitios, pero este año lo intentarán en todos, preparando el terreno para lo que está por venir en noviembre”.
Elias no está solo. David Becker, del Center for Election Innovation & Research, explicaba a ‘The Guardian’ que muchas de las alegaciones falsas que se hacen en las demandas “se disimulan como esfuerzos para cambiar la política para mejorar la integridad de las elecciones cuando en realidad están solo designadas para sembrar desconfianza en el sistema si Trump pierde”. Ben Berwick, de Protect Democracy, auguraba que muchas no aguantarán en los tribunales, pero su objetivo es «crear suficiente incertidumbre para el periodo post-electoral crítico” y las identificaba como “combustible para teorías conspiratorias, desinformación y para minar la confianza en las elecciones, provocando un daño que se hace incluso antes de que se acabe forzando (judicialmente) una certificación de los resultados”. Y en ‘The New York Times’ Jessica Mardsen alertaba que “hacer alegaciones falsas en forma de demanda es una forma de sanearlas y añadir legitimidad”.
«El sistema es robusto»
Justin Levitt es profesor de derecho en la Universidad Loyola Marymount en Los Ángeles. Entre 2021 y 2022 fue el principal asesor en la Casa Blanca para democracia y derechos de voto. En una entrevista telefónica minimiza la preocupación porque cualquier intento de revertir los resultados vaya a tener éxito, defendiendo como otros expertos que “el sistema es muy robusto” y anticipando que “no serán los abogados, los medios o los tribunales quienes den la presidencia a alguien que no sea la persona que recibió más votos en los estados bisagra”.
“Hay muchas salvaguardas, muchas formas de corregir errores, el sistema es fuerte y se ha reforzado además desde el 2020”, explica. “Funcionó incluso hace cuatro años, cuando la elección fue muy ajustada, hubo muchos retos y amenazas y fracasaron incluso en medio de una pandemia global, en medio de mucha incertidumbre y de muchas cosas que no tenían precedentes e incluso cuando el candidato que pedía un cambio unilateral en el resultado de las elecciones era el presidente”.
Levitt, no obstante, admite que le preocupa “y mucho”, la posibilidad de que Trump vaya a intentarlo de nuevo si pierde. Y es algo que ni siquiera ve en el mundo de la hipótesis. “Puedo garantizar que va a suceder y sería tonto no esperarlo”, afirma. “Y no hay duda en parte porque ya lo hemos visto, pero también porque él ya lo ha dicho”.
La preocupación de Levitt combina dos elementos indisolubles. Por una parte, teme “que sus seguidores lo crean y haya violencia de gente a la que se ha mentido repetidamente”. Por otra, porque está provocando “la degradación del proceso a largo plazo”.
“Si erróneamente piensas que no puedes cambiar tu gobierno de forma pacífica, al menos algunos de los seguidores de Trump buscarán cambiar el gobierno de forma no pacífica, es algo natural”, profundiza. “Si le dices a la gente que no está en control de quién le dirige, busca otros caminos. Y eso no es un sistema democrático, pero no sé si Trump está comprometido con un sistema democrático, y algunos de sus seguidores no lo están”, continúa. “La violencia no funciona para lograr los resultados, pero provoca por sí misma mucho daño”.
Respecto al intangible de la confianza, Levitt advierte de sus consecuencias dañinas, “Saca a la gente de la participación en la vida cívica porque lo que les está diciendo es que no pueden hacer nada sobre el gobierno. Nuestro sistema depende de la participación activa, de gente que cree que tiene algo en juego en el gobierno, no solo en las elecciones presidenciales sino también en las del Congreso, en estatales, en locales… Y con las mentiras sobre que el proceso electoral está amañado, desafortunadamente está enseñando a la gente que no les debe preocupar la democracia local, lo que a largo plazo es muy peligroso”.
El efecto de Trump en esa degradación de la fe en el sistema ya es evidente. En un sondeo de Gallup este año solo un 57% de los estadounidenses mostraba confianza en que las elecciones serán justas, una caída de 15 puntos respecto a 2004. Y en estas dos décadas quienes no tienen absolutamente confianza en el proceso ha pasado del 6 al 19%.
Quizá Trump logre una victoria arrolladora o lo haga Harris, haciendo que cualquier reto del republicano sea inútil. Quizá incluso con una victoria por unas decenas de miles de votos el sistema vuelva a soportar los asaltos. Pero incluso quienes creen en la fuerza del sistema, anticipan tiempos turbulentos. En una columna de opinión en ‘The Wall Street Journal’, Richard Hasen, experto en ley electoral en la Universidad de UCLA y director de Safeguarding Democracy Project, escribía: “Sean días o semanas, el tiempo entre la emisión de los votos y el recuento puede ser peligroso, especialmente cuando un candidato tiene una historia de atribuir las derrotas al fraude. Si esta carrera es tan ajustada como la de 2020, podemos pasar otra vez días sin saber quién ha ganado. Esto crea las condiciones para que la gente asuma que temas rutinarios como retrasos administrativos y el tiempo que lleva contar votos por correo son señales de irregularidades”.
Suscríbete para seguir leyendo